sábado, 29 de septiembre de 2007

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (C)

30-9-2007 DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO (C)
Am. 6, 1a.4-7; Slm. 145; 1 Tim. 6, 11-16; Lc. 16, 19-31
Queridos hermanos:
- El domingo pasado terminaba el evangelio diciendo: "No podéis servir a Dios y al dinero". Y, para ilustrar esto, Jesús nos pone en el evangelio de hoy como ejemplo una parábola: La del rico Epulón y el pobre Lázaro. La verdad es que esta parábola llamó mucho la atención a los judíos del tiempo de Jesús, pues estos pensaban que Dios castigaba y premiaba ya en esta vida. Es decir, cuando uno era pobre y tenía enfermedades y desgracias, era que Dios lo castigaba por sus pecados. Por el contrario, cuando uno era rico y tenía salud y todo le iba bien, era que Dios lo premiaba por sus virtudes. Jesús “da la vuelta a la tortilla” de un modo radical.
Jesús cuenta que hay un rico, Epulón, que comía bien y vestía bien. Este muere y va derecho al infierno. Jesús no le “adjudica” ningún pecado; pero, por el hecho de ser rico, va al infierno. También narra Jesús que el pobre Lázaro pasaba hambre y estaba enfermo; muere y va derecho al cielo. Lázaro no tiene más “virtud” que la de ser pobre y por esto va al cielo. ¿Qué tiene la riqueza que nos aparta de Dios? ¿Qué tiene la pobreza que nos acerca a Dios? La riqueza (de dinero, de cosas, de títulos académicos o de otro tipo, de salud, de buena fama…) nos vuelve insensibles (a los hermanos y a Dios y a sus cosas), autosuficientes (no necesitamos de nada ni de nadie), orgullosos, egoístas, ambiciosos (quien tiene…, quiere tener más), vanidosos, caprichosos. La pobreza (de dinero, de cosas, de títulos académicos o de otro tipo, con salud, con mala fama…) nos puede hacer más humildes, más comprensivos con los demás, nos puede hacer reconocernos que somos más dependientes de los demás, no puede volver más generosos (una vez me contaron que a un niño en una aldea de África le regalaron un paquete de galletas y enseguida buscó a todos los niños del poblado para compartir las galletas), más austeros, más sensibles a los demás y a Dios. Por eso, Jesús exclamó “¡Qué difícilmente entrarán en el cielo los que tienen riquezas!” (Mc. 10, 23). Por eso, Jesús terminaba el evangelio del domingo pasado diciendo: "No podéis servir a Dios y al dinero".
Y aquí quisiera traer ahora una experiencia que se da habitualmente en todas las personas que de verdad se van encontrando con Dios en sus vidas. Hablo de santos canonizados como S. Francisco de Asís o de cualquier cristiano “de a pie” de Oviedo, de España o de cualquier parte del mundo. La experiencia es ésta: cuando Dios entra en mi vida y en mi alma y en mi corazón, las cosas materiales salen de mi vida, de mi alma y de mi corazón. Y uno se siente llamado por Dios al desprendimiento, a despojarse de cosas materiales y no tan materiales. Voy a contaros un ejemplo: Recuerdo que hace años hablaba con una persona y le preguntaba si estaba apegada a las cosas materiales. Me dijo que no. Entonces le pedí que me diera el reloj que tenía en su muñeca. Se quedó muy sorprendido, pero enseguida me respondió que no, que se lo había regalado un ser muy querido y que no se iba a desprender de él. Yo le insistí en que me lo diera. Que me diera el reloj y que se quedara con el cariño de esa persona que representaba ese reloj. Me replicó que no. Entonces yo volví a plantearle el primer interrogante: “¿Estás apegado a cosas materiales?” Agachó la cabeza y me contestó que sí, que estaba apegado. A los pocos días, según supe después, perdió el reloj o se lo robaron y quedó muy asombrado. Pensó que había sido un castigo de Dios por no querer desprenderse del reloj. Dios no actúa así, pero no cabe duda que esta experiencia se le quedó muy grabada y que esta persona aprendió algo más sobre sí mismo.
Y ahora os pregunto y me pregunto: ¿A quién se parece más mi vida: a la del rico Epulón o a la del pobre Lázaro? ¿A quién se parece más mi vida: a la de la persona del reloj o a la de aquellos que sienten la llamada de Dios para despojarse de cosas y de seguridades?
- El rico Epulón, según nos cuenta el evangelio de hoy, estaba en el infierno. Sólo entonces comprende que sus riquezas le han apartado de Dios y de los hombres necesitados que estaban a su alrededor y de los que no se ocupó en vida para nada. Por eso, Epulón no protesta ni se queja ante Dios por la "injusticia" de su destino. Sólo hace dos peticiones: 1) "Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas." Quien tuvo de todo en la vida terrena, no tenía nada, aparte de sus torturas, en el infierno. 2) Epulón también pidió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento." Cuando Abraham le contesta que escuchen a Moisés y a los profetas (hoy se diría a la Iglesia, a la Biblia, a los sacerdotes). Epulón dice que a ésos nos les hacen caso, pero si un muerto resucita, entonces sí que harían caso. Cuando estuve de seminarista a Jove (Gijón) recuerdo que una chica tenía dudas de fe y en un momento de una conversación me dijo que todo sería más fácil si un muerto viniese a esta tierra y dijese qué había después de la muerte y si era cierto todo lo de Dios, lo de la Iglesia, lo de los sacramentos. Lo que pasa es que cada uno quisiéramos que se nos aparecieran nuestros muertos y no un único muerto para todos, pues ese muerto sería conocido por sus amigos y familiares, pero no por el resto de la gente. ¿Pensáis vosotros que la gente creería más y tendría más fe si se le aparecieran sus muertos y les dijesen lo que hay después de la muerte? Veamos lo que nos dice Jesús en el evangelio de hoy: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".
Os contaré un hecho que leí hace tiempo y que me llamó mucho la atención. Había una niña que tenía una gran enfermedad y le quedaba poco de vida. Su madre era muy creyente, y desesperada porque los médicos no le daban esperanza alguna, llevó a su hija a la tumba de un santo de su especial devoción y depositó a su hija sobre esta tumba. Esta sintió un calor en el cuerpo y luego la llevaron al hospital de nuevo y allí los médicos comprobaron sorprendidos que el mal había desaparecido. Estaba curada. Con el tiempo esta niña hizo una vida normal, pero, al llegar a la juventud, esta chica dejó la fe, se volvió iracunda con su madre y le hizo la vida imposible, bebía, consumía drogas… ¿De qué le sirvió el milagro a esta chica, si luego su vida fue lo que fue? También he oído hablar que el Hno. Rafael curó milagrosamente a una chica de un accidente de coche (perdió parte de la masa cerebral) y luego ella pudo vivir y hacer una vida normal, pero esta chica en la actualidad “pasa” de la fe. ¿De qué le sirvió el milagro a esta otra chica, si su vida está de espaldas a la fe?
Por eso, para mí, tiene toda la razón Jesús cuando dice: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".

sábado, 22 de septiembre de 2007

Domingo XXV del Tiempo Ordinario (C)

23-9-2007 DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO (C)
Am. 8, 4-7; Slm. 112; 1 Tim. 2, 1-8; Lc. 16, 1-13
PECADO-PERDON-CONVERSION
Queridos hermanos:
Reflexionábamos el domingo pasado sobre el pecado. Os decía que sólo el hombre que está cerca de Dios puede verse pecador. Quien ve a Dios, ve la santidad de Dios y, al mismo tiempo, ve su propio pecado; pero, a la vez, quien ve a Dios y ve su propio pecado, ve el perdón de Dios para con el hombre pecador. Dios no nos “restriega” nuestro pecado en las narices. Nos lo muestra y, a la vez y sobre todo, nos ofrece su perdón.
- El perdón de los pecados está en el corazón del anun­cio evangélico. Jesús declara repetida­mente que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido y no se contentó sólo con exhortar a los pecadores a que se convirtie­sen e hiciesen penitencia, sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre y les perdonó todos sus pecados. Como escuchamos el domingo pasado, Jesús comió con publicanos y pecadores y su comprensión hacia el pecador la expresó en varias parábolas (la oveja perdida, el hijo pródigo).
Con el mensaje de la reconciliación ofrecido por Dios a los hombres se abarca la práctica totalidad del mensaje de la salva­ción. La reconciliación es el primer fruto de la redención. Lo mismo que el pecado supone, como veíamos el otro domingo, una triple ruptura: con Dios, con los demás y con uno mismo. El perdón de Dios supone la reconciliación del pecador con Dios, con los demás y con uno mismo. En efecto, la reconciliación 1) restablece a los hombres en su verdad más profunda y les conduce a la comunión con Dios a la que están ordenados desde su creación. Dios reconciliador alcanza al hombre en su interioridad más profunda, dándole un corazón nuevo y haciéndole participar del Espíritu y de sus dones que lo sitúan en una nueva forma de existencia. 2) Con la reconciliación el hombre, que estaba desgarrado por el pecado, reencuentra su unidad interior y su libertad más auténtica y se hace capaz de vivir conforme a su dignidad perso­nal. 3) El hombre reconciliado está capacitado para establecer una relación amorosa y auténtica con los demás. Se hace próximo a sus hermanos dando lugar a unas relaciones fundadas sobre el recono­cimiento de la dignidad del otro, de la justicia y de la paz.
Además, la plena reconci­liación de todos los hombres se extiende a su vez a toda la creación. Recordemos el texto de Is. 11, 6ss. (“El león y el cordero pastarán juntos, la pantera con el ternero, no habrá estrago por todo mi monte santo.”) De aquí también viene eso que se nos cuenta de S. Francisco de Asís y su trato con el lobo que aterrorizaba a una comarca en Italia (Arezzo).
- La reconciliación es un regalo de Dios que sólo podemos recibir, ya que se nos da sin mérito alguno de nuestra parte; pero, a la vez, cada uno debe conquistarlo con esfuerzo y lucha personal y, ante todo, mediante un cambio total interior, una conversión radical de toda la persona, una transformación profunda de la mente y el corazón.
El hombre que se convierte 1) abandona cuanto le tenía alejado de Dios, rompe con su autosuficiencia -sus idolatrías y pecado-, renuncia a su actitud fundamental enfocada a la autoseguridad para dejarle todo el espacio a Dios en su vida. 2) Dios es para el hombre convertido en el criterio último y definitivo de su obrar. 3) El hombre convertido pasa a tener una confianza abso­luta en Dios y una firme esperanza en El. 4) El convertido ve operarse en él como un nuevo nacimiento, el surgimiento de una nueva criatura que reconoce que no hay, fuera de Dios, poder alguno al que debamos someter nuestra vida ni del que podamos esperar la salvación.
La conversión, por su misma naturaleza, es ante todo y primariamente una realidad personal. Acontece en la intimidad de la persona, en su encuentro con Dios, y conlleva una honda modi­ficación de la orientación existencial que marca, a partir de entonces, la conducta total. La conversión es una transformación interior, perso­nal e intransferible, que llega hasta el último fundamento del ser del hombre.
Esta conversión supone, como en el caso del hijo pródigo, un darse cuenta de que uno se alejado libremente de Dios, que este alejamiento sólo ha traído consigo vacío, sole­dad, ruina y miseria. Uno se reconoce a sí mismo desilusionado por el vacío que lo había fascinado. En este momento es cuando se arrepiente de su egoísmo, de su autosufi­ciencia. Por todo ello, el pecador se arre­piente y decide volver toda su persona a Dios; decide corregirse, no sólo en tal o cual punto concreto, sino cuestionarse a sí mismo en la totalidad del propio ser y disponerse para el cambio sin reser­vas. En efecto, como nos dice Jesús en el evangelio, Dios nos quiere por entero, no sólo una parte de nosotros: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.” Y es que la conversión exige la ruptura con el viejo mundo de pecado, como uno que ha sido alcohólico-ludópata-drogadicto y ya no puede volver a beber-jugar-tomar drogas nunca más ni a frecuentar determinados ambientes y personas. La conversión supone la decidida voluntad de no volver a pecar. Ello se realiza normalmente en un lento y laborioso proceso de madura­ción y de vida nueva, con altibajos y aún sus retrocesos prosi­guiendo el camino hacia adelante, a pesar de las recaídas, con humildad y confianza, puestos los ojos en Aquél que nos busca y sale al encuentro. Y es que tenemos la total confianza en lo que hoy se nos dice en la segunda lectura: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”
Voy a leer a continuación un relato de un soldado americano, que ilumina muy bien todo lo que he ido diciendo hasta ahora. Este soldado murió en el norte de África durante la segunda guerra mundial. En un bolsillo se le encontró un papel en donde ponía lo siguiente: “¡Escúchame, Dios mío!, nunca te había hablado; pero ahora quiero decirte: ‘¿Cómo te encuentras?’ Escucha, Dios mío; me dijeron que no existías y como un tonto me lo creí. La otra tarde, desde el fondo de un agujero hecho por un obús, vi tu cielo… De pronto me di cuenta de que me habían engañado. Si me hubiera tomado tiempo para ver las cosas que Tú has hecho, me habría dado cuenta de que esas gentes no consentían en llamar al pan pan. Me pregunto, Dios, si Tú consentirías en estrecharme la mano… Y, sin embargo, siento que Tú vas a comprender. Es curioso que haya tenido que venir a este sitio infernal antes de tener tiempo de ver tu rostro. Te quiero terriblemente; quiero que lo sepas. Ahora se va a dar un combate horrible. ¿Quién sabe? Puede ser que llegue yo a tu casa esta misma tarde… Hasta ahora nunca habíamos sido camaradas, y me pregunto, Dios mío, si Tú me vas a estar esperando a la puerta. Mira, ¡estoy llorando! ¡Yo, derramando lágrimas! ¡Ah, si te hubiera conocido antes…! ¡Bueno, tengo que irme! Es extraño, pero desde que te he encontrado ya no tengo miedo a morir. ¡Hasta la vista!” Este es un modelo de un hombre que vivió de espaldas a Dios, que se encontró con El y que se convirtió, aunque no tuvo tiempo vivir terrenalmente en el día a día su amor por Dios.
Os deseo una feliz reconciliación y conversión a todos.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (C)

16-9-2007 DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO (C)
Ex. 32, 7-11.13-14; Slm. 50; 1 Tim. 1, 12-17; Lc. 15, 1-32
PECADO-PERDON-CONVERSION
Queridos hermanos:
- Las lecturas que nos propone hoy la Iglesia para nuestra reflexión nos hablan mucho del pecado y de pecados concretos. 1ª lectura: “En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: - ‘Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios.’” En la 2ª lectura se dice: “Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente.” En el evangelio también se nos habla de pecado, por ejemplo, cuando Jesús nos narra la parábola del hijo pródigo.
Estas lecturas no las podremos entender nunca en toda su profundidad si no somos capaces de vernos como pecadores, como grandes peca­dores, que lo único que merecemos es el alejamiento eterno de Dios. Esto lo experimentó profundamente S. Pablo: Eso que él era un judío fervoroso desde su más tierna edad; eso que él era un fiel cumplidor de todas las prescripciones judías y, sin embargo, fijaros lo que él dice de si mismo una vez que hubo conocido cara a cara a Jesús: "Yo era antes un blasfemo, un perseguidor y un violento... Yo no era creyente y no sabía lo que hacía... Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero". Por eso el hombre pecador suele exclamar desde lo hondo de su corazón lo del salmo 50: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.” Sólo el que de entre nosotros se reconozca como pecador…, sólo ése podrá descubrir lo que nos enseñan hoy las lecturas: el amor tan grande que Dios tiene por todos los pecadores del mundo. “Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.”
- Pero vayamos por partes. Vamos en la homilía de hoy a meditar un poco sobre el pecado. ¿Qué es el pecado? El concepto de pecado, sólo puede ser interpretado adecuada­mente en el contexto de las relaciones con Dios. Únicamente en nuestra confrontación con la santidad de Dios o con su bondad y misericordia presentes en el Crucificado es donde descubrimos la verdad de nuestros pecados. De tal manera que la persona que no vea sus pecados (concretos, no un vago sentimiento de sen­tirse con fallos), se puede decir que no ha descubierto a Dios. Pero a la vez, el descubrimiento de nuestros pecados ante Dios, conlleva el percibir su perdón y misericordia. Todos los hombres nos hallamos bajo el pecado, pues todos han pecado. Los hombres nacemos en el seno de una sociedad en la que impera el egoísmo, la mentira, la opresión, la eliminación del otro... Esto nos marca profundamente, pues todo lo que somos, lo somos junto con los otros. Nadie escapa de esta tenden­cia al pecado, pues está en todos y en cada uno. "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos" se dice en la 1ª carta de S. Juan.
El pecado consiste en una acción humana, que, en último término, se opone a Dios. Rechaza el amor de Dios, trata de construir su mundo al margen de Dios. El pecado actual quizá no es vivir contra Dios, sino de espaldas a El.
- El pecado, todo pecado, da lugar a una triple ruptura: * Ruptura del hombre con Dios: Con nuestro pecado no nos fiamos de Dios, queremos ser felices por nuestros propios medios. * Ruptura del hombre con los demás: por el pecado, el hombre alejado de Dios, se convierte en un extraño y en un enemigo para sus propios hermanos; actúa contra ellos injusta y violentamente; viola su dignidad de personas y rompe la convivencia pacífica. (Iraquíes que, al invadir Kuwait en 1990, sacaban los ojos con destornillador a sus prisioneros). * Ruptura del hombre consigo mismo: Sí, el hombre rompe consigo mismo, porque está roto por dentro, ya que estamos hechos para amar a Dios y al prójimo y, sin embargo, los hemos rechazado para mirar sólo nuestro bien.
El pecado tiene siempre un carácter personal. Es un acto libre de la persona individual, pero todo pecado, incluso el más ínti­mo, repercute en los demás, es decir, tiene un carácter social. Nuestra sociedad está enferma cuando niños de 12 años matan a otro niño de 10 años, como en Inglaterra hace unas semanas. Nuestra sociedad está enferma cuando niños de 12 años pegan palizas a otros compañeros suyos en el colegio o los empujan al suicidio. Pero, además, el pecado también afecta a la comunidad, a la Iglesia. El cristiano, pecando ofende inseparablemente a la Iglesia. Rechazando el amor de Dios, se rechaza a la Iglesia. Su santidad queda afectada; su eficacia en el mundo se disminuye y la luz de Cristo se hace menos transparente.
- En ocasiones hay gente que me pregunta cuál es la diferencia entre pecado mortal o grave y pecado venial. No todos los pecados cometidos por los hombres tienen la misma gravedad. Ya en cierta medida se hace una distinción entre pecados en el Nuevo Testamento, vg. en 1 Jn 5, 16-17: "Si uno se da cuenta de que su hermano peca en algo que no acarrea la muerte, pida por él y Dios le dará vida. Digo los que comenten pecados que no acarrean la muerte. Hay un pecado que acarrea la muerte; no me refiero a ése cuando digo que rece. Toda injusticia es pecado, pero hay pecados que no acarrean la muerte." Asimismo el mismo S. Pablo en varias ocasiones nos habla de pecados que apartan de Dios, vg. en 1 Co 6, 9-10: "¿Ha­béis olvidado que la gente injusta no here­dará el reino de Dios? No os llaméis a engaño: los inmora­les, idólatras, adúlteros, invertidos, sodomitas, ladrones, codicio­sos, borrachos, difamado­res o estafadores no heredarán el reino de Dios." Podríamos alegar más textos en los que se apoya la doctrina de la Iglesia sobre la existencia de pecados graves o mortales y pecados veniales.
En definitiva, se llama pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, rechaza también al prójimo, prefi­riendo volverse a sí mismo, hacia alguna realidad creada y finita, hacia algo contrario a la voluntad divina. Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de deso­bediencia a los mandamientos de Dios en materia grave. El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su prin­cipio vital: es un pecado mor­tal, o sea un acto que ofende grave­mente a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de des­trucción.
Los pecados veniales son los actos humanos, que, sin romper la comunión y la amistad con Dios y sin apartarlo de su gracia, contradicen el amor de Dios y hacen que el hombre se detenga en su camino hacia Dios, y le debilitan para vivir aquella comunión con El. El cristiano no debe pensar que los pecados veniales, por el hecho de que no le apartan de Dios, son algo de poca importan­cia en su vida. Quien consiente, de modo habitual, en estos pecados, se coloca en un plano inclinado que le conduce al pecado grave y se va alejando poco a poco de Dios. Las personas que viven en un plano de complacencia de los sentimientos, de búsque­da de comodidades, terminan, casi de manera inevitable, viviendo sistemáticamente de espaldas al Evangelio. Los pecados veniales no privan de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tales privaciones es preci­samente consecuencia del pecado mortal.
- Antes la pregunta de saber cómo y cuándo mis pecados son mortales o veniales, la Iglesia nos da varias pautas que quizás os parezcan un poco abstractas, pero es con la intención de que os sirvan a todos:
* En primer lugar es la conciencia la que nos dice cuándo una acción nuestra es pecado ante Dios, ante la Iglesia y ante los demás, y esa misma conciencia nos dice si ese pecado es grave o venial. El problema se plantea cuando lo que es pecado grave para uno, sin embargo, para otro no lo es. Esto depende de las circunstan­cias concre­tas de cada persona y de cada lugar. Voy a poner un ejem­plo muy concreto: la Misa. Es doctrina de la Iglesia que faltar a Misa un domingo es pecado grave. Ya en en la carta a los Hebreos se queja S. Pablo de las faltas de cristianos a las Eucaristías: "No abando­néis las asambleas como algunos suelen hacerlo, sino más bien animaos unos a otros" (Hbr 10, 25a). Pero no es lo mismo esta falta en una persona que en otra, vg. no es lo mismo si falta a Misa una persona enferma o anciana, que en otra sana. No es lo mismo tampoco en cuanto al lugar, vg. si una persona falta a Misa en Oviedo (en donde hay Misas a cada hora y en cada esquina), estando en buena salud, que otra persona que tuvie­se que andar dos hora de camino por malos caminos de piedras y barro para poder acercarse a la igle­sia.
* Asimismo y conectado con lo anterior hay otro problema más grave que está subya­cente y es el de la conciencia bien o mal formada. Todos los cristianos tenemos la obligación de formarnos para conocer el Evangelio de Jesús y la doctrina de la Iglesia (con estudio personal y con re­uniones en nuestras parroquias o grupos cristianos). Y éste es hoy uno de los grandes pecados actuales, el no formarnos, el huir de la forma­ción de nuestras conciencias. ¿Qué hacemos, concretamente, para formarnos como cristianos y para formar nuestra conciencia? Por lo tanto, en segundo lugar la lectura espiritual y el estudio de las cosas de Dios, a través de la Biblia y de la doctrina de la Iglesia, nos ayudarán a discernir cuándo una acción concreta es pecado mortal o venial.
* En tercer lugar, respecto a la materia existen algunos temas que por sí mismos ya son pecado grave, por ejemplo, lo contenido en los diez mandamientos. Aunque también es cierto que dentro del pecado mortal haya más o menos agravantes o atenuantes: por ejemplo, el lugar, la formación y la educación de la persona, la salud, la falta de libertad, etc. Habría que ver cada caso en particular.
* En cuarto lugar la consulta a personas preparadas, vg. sacerdotes, bien sea en una conversación normal, durante la confesión o durante la dirección espiritual.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (C)

9-9-2007 DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO (C)
Sb. 9, 13-19; Slm. 89; Flm. 9b-10.12-17; Lc. 14, 25-33
Queridos hermanos:
- El otro domingo veíamos cómo la madre Teresa de Calcuta se quejaba del silencio de Dios. Pero esta queja es algo habitual en las personas cuando hablan de Dios o de las cosas de Dios. ¡Cuántas veces hay gente que en confesión, en dirección espiritual o en otras circunstancias me dicen que Dios no les habla, que Dios les deja en la soledad, que no les responde a sus peticiones! Vamos a poner algunos ejemplos:
* ¿Quién de nosotros no se ha aburrido alguna vez en la Misa? Si Dios nos hubiese hablado durante la Misa, no habría habido aburrimiento alguno.
* ¿Quién de nosotros no se ha aburrido alguna vez haciendo oración? Si Dios nos hubiese hablado durante la oración, no habría habido aburrimiento alguno.
* ¿Quién de nosotros no se ha quedado perplejo en alguna ocasión, no sabiendo si hacer una cosa u otra, si decir una cosa u otra, sin saber qué era mejor? En esos momentos sí que hubiera sido necesaria una palabra de Dios para orientarse. Recuerdo que hace unos días, cuando estaba en León con mis padres, me llamó una persona para contarme cómo una mujer casada había tenido relaciones sexuales con su marido y tenía miedo de haberse quedado embarazada; tenía miedo del embarazo, ya que su situación familiar y económica no era buena. Esta mujer quería tomar la píldora del día después, por si acaso… Le preguntó a su marido y éste le dijo que hiciese lo que quisiera. (El había desfogado ya sus apetitos sexuales; ahora las consecuencias las tenía que afrontar su mujer sola). Esta mujer preguntó a una persona qué debía hacer y esta persona le indicó que de ninguna manera tomara la píldora del día después, ya que de aquí podría venir un aborto y eso no debía suceder en modo alguno. Luego la persona que aconsejó de este modo y manera quedó muy preocupada y me consultó si había hecho bien o mal con lo que había dicho, pues, si resultaba que la mujer quedaba embarazada, le podían echar la culpa a ella; pero, por otra parte, no podía consentir que la mujer casada abortase. ¡De ninguna manera! ¿Qué hubiésemos hecho nosotros si hubiésemos sido la mujer casada? ¿Qué hubiésemos dicho nosotros si hubiera venido la mujer y nos hubiera preguntado: Tomo la píldora del día después o no la tomo? ¿Qué nos parece la actuación del marido?
- Llegados a este punto, es necesario que leamos la primera lectura, que acabamos de escuchar y en donde se le pregunta a Dios: "¿Quién conocerá Tu designio, si Tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo?"
¿Cómo haremos para escuchar a Dios en la oración, en la Misa, en nuestra vida ordinaria, en las dudas que nos plantea la vida o que nos plantean otros, para saber siempre lo que hemos de hacer?
El primer paso que hemos de dar es….: Aprender a escuchar a Dios. a) Aprendemos a escuchar a Dios cuando hacemos y tenemos silencio exterior: Hemos de callar más; hemos de no hablar tanto y con tantas palabras vanas, huecas y superfluas. Hemos de quitar ruidos inútiles de nuestra vida: TV, músicas, radios, revistas superficiales, libros superficiales, conversaciones superficiales… b) Aprendemos a escuchar a Dios cuando hacemos y tenemos silencio interior. No dejamos que las preocupaciones nos aturullen, nos obsesionen, nos invadan una y otra vez: tengo que ir a la compra, tengo mucho que hacer, dijeron de mí esto o lo otro, mis pecados me aplastan y no soy capaz de vencerlos… Todo eso el Señor lo sabe. Cuando quiero escuchar a Dios no debo aturdirlo en todo momento y siempre con “mis cosas”. El se las sabe todas. Pondré todas “mis cosas” ante El y me quedaré tranquilo, aunque sea sólo por un instante. Me he de dar un tiempo pequeño de respiro: todo está en sus manos. El sabe lo que necesito y lo que soy y lo que tengo y lo que me falta y lo que me sobra. Ahora… sólo debe de haber silencio; silencio a mi alrededor y silencio en mi interior.
El segundo paso es éste: Debemos de saber que lo que oímos de Dios es totalmente distinto de lo que oímos en el mundo. Cuando aprendemos a escuchar a Dios, no debemos juzgar con nuestros criterios lo que Dios nos dice. Como dice el profeta, “sus caminos no son nuestros caminos.” El mundo dice orgullo, Dios dice humildad. El mundo dice riqueza, Dios dice pobreza y austeridad y tener simplemente lo necesario. El mundo habla de fuerza, de grandeza y de poder, Dios nos habla de la debilidad de su Hijo en la cruz, de que son bienaventurados los pequeños y los que son como niños. El mundo habla del ojo por ojo, Dios nos habla de perdón. El mundo nos habla de tener, Dios nos habla de ser (“¿de qué te sirve ganar el mundo entero, si pierdes tu vida?”). Por todo esto, mucha gente hoy no entiende el mensaje del evangelio y “pasa” de él.
¿Quién hace que podamos hacer silencio y escuchar a Dios? ¿Quién hace que se nos transmita la sabiduría divina? Pues el Espíritu Santo, como se nos dice en la primera lectura. Todo depende de Dios. Si Dios no nos abre el oído, no nos enseña a guardar silencio, no nos revela lo que conocemos, nunca podremos conocer nada.
- Esta era la introducción para hablar ahora del evangelio, de lo que nos dice el propio Jesucristo. Nos parecerá duro, incluso podremos decir que es una metáfora. Sin embargo, sus palabras están bien claras. Con la Palabra de Dios no se puede jugar. No valen componendas. Dios no quiere sólo nuestra asistencia a misa, ni nuestras oraciones, ni nuestras limosnas, ni que nos confesemos católicos. Eso es demasiado poco. Dios nos quiere a nosotros, todo enteros.
Dice Jesucristo en el evangelio las condiciones para seguirlo: "Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, NO PUEDE SER DISCIPULO MIO". Creo que ya os lo conté en una ocasión: Hacia 1987 daba clase de religión en la escuela de Taramundi. Tenía una clase con adolescentes entre 11 y 14 años. En cierta ocasión les pregunté si querían más a un lápiz o a Dios. Todos quedaron sorprendidos por la pregunta, y todos respondieron que a Dios. Luego les pregunté si querían más a un balón o a Dios. Todos respondieron que a Dios. Aquí se generalizaron las risas y seguramente pensarían que nunca habían tenido un cura tan gracioso y que dijera cosas tan extrañas. Luego les pregunté si querían más a una vaca del establo de su casa o a Dios. Todos respondieron que a Dios. Las risas iban en aumento. Luego les pregunté si querían más a sus padres o a Dios. Aquí las risas se cortaron de raíz. Hubo un gran silencio y uno de los chicos me dijo con gran seriedad: “Don Andrés yo quiero más a mis padres que a Dios.” Percibí que los otros chicos pensaban lo mismo. Hacia 1985 una persona con la que llevaba la dirección espiritual en Taramundi y que tenía dos hijos le pregunté si quería más a sus hijos o a Dios. Me contestó a sus hijos. Sin embargo, en 1988 un día me dijo que quería más a Dios que a sus hijos, pero que, siendo esto así, había descubierto que ahora amaba a sus hijos mucho más y más perfectamente que cuando eran los primeros en su amor. Y es que Dios perfecciona, purifica y aumenta nuestro amor por nuestros seres queridos y por nuestros enemigos y por los desconocidos…
¿Cómo se puede hacer este camino? ¿Cómo se pueden cumplir estas palabras de Jesús que, a primera vista, parecen tan fuertes y tan irrealizables? Pues, como nos decía la primera lectura, sólo será posible esto si el Espíritu Santo de Dios nos es enviado por el Padre. Pidamos a Dios que nos dé su Espíritu, que amemos más a Dios que a todos nuestros seres queridos y que a nosotros mismos, que nos sea concedido el silencio exterior e interior, que escuchemos a Dios en nuestro ser más íntimo. ¡QUE ASI SEA!

viernes, 7 de septiembre de 2007

Santina de Covadonga

8-9-2007 SANTINA DE COVADONGA (C)
Cant. 2, 10-14; Lc. 1, 46-55; Ap. 11, 19°; 12, 1.3-6°.10ab; Lc. 1, 39-47
Queridos hermanos:
Del 11 al 14 de agosto estuve en Fátima (Portugal). Fui con otro sacerdote y con un seminarista. Os voy a contar lo que vi allí:
- Vi una gran explanada con un pasillo de mármol en medio. Este pasillo iba hasta la capilla de las apariciones de la Virgen. Fuera de la explanada había hoteles, tiendas de recuerdos… Dentro de la explanada había y se percibía paz, fe, serenidad. Fuera había ruido, comercio, trasiego de gentes. Dentro había oración, peticiones, agradecimiento.
- Vi a hombres y mujeres de rodillas por la alfombra de mármol. Eran gente joven, de media edad y a mayores. Cumplían una promesa a la Virgen. Unos iban preparados con rodilleras acolchadas. Otros sin ellas y, ante las heridas en sus rodillas, se ponían a gatas. Quienes cumplían sus promesas estaban acompañados por sus familiares o iban solos.
Me quedó grabada la imagen de un hombre de unos 55 años. Iba con su hijo de unos 20 años. El hombre de rodillas, el hijo a su lado. Este con la vista baja, como avergonzado. El padre mirando de frente, como sin ver a nadie, ni fijándose en nadie en concreto y con el rostro transfigurado. Este hombre debía de estar cumpliendo una promesa la Virgen; quizás a favor de su hijo.
El sacerdote con el que fui a Fátima me comentó que quizás la gente no supiera que nosotros, los curas, podíamos cambiar las penitencias duras o las promesas duras que ellos mismos se autoimponían. Yo le contesté que la gente que le hizo una promesa a la Virgen ante un favor, normalmente no quería “rebajas”.
- Vi familias enteras con niños, abuelos…, que aparcaban sus coches detrás del santuario y que, como no tendrían para pagar una pensión o un hotel, ponían una tienda de campaña o simplemente unos trapos para acotar un trozo de terreno y allí dormían y comían. Estas familias no iban a Torremolinos, o a Marbella, o a Cancún. Iban a ver a la Virgen, a estar con la Virgen.
- Oí como un cura español (que vive en Fátima y está encargado de los peregrinos de habla castellana en Fátima) decía en la Misa en español que la gente que llegaba a Fátima experimentaba paz y serenidad. También comentaba que los que vivían en Fátima, si marchaban por unos días, al regresar notaban que necesitaban de esa paz y de esa serenidad que allí había.
- Vi que había un lugar, en la explanada, que ponía “Confesioes”. Y yo me puse a confesar y la gente venía en oleadas. Gente que iba a Fátima sin ánimo de confesarse y aparecía allí y llevaba años sin confesarse y salía en paz.
- Por la noche había multitud de gente. A pesar de que estábamos en agosto, hacía frío. La gente estaba con mantas, y rezaba el rosario y sostenía una vela. Hubo gente que se quedó toda la noche en vigilia y en oración ante la Virgen.
- Pregunté por qué había tanta gente en aquel tiempo y me contestaron que los 13 de cada mes se reúne mucha gente en Fátima, pues el 13 de mayo de 1917 fue la primera aparición de la Virgen a los pastores. Ahora se cumplen los 90 años de las apariciones. Pregunté qué tenía de especial el 13 de agosto. Me contestaron que en esta fecha los 3 pastores (Jacinta, Francisco y Lucía) estaban en la cárcel. Algunos pensaban que mentían y que querían notoriedad al decir que se les aparecía una Señora. Para meterles miedo, los metieron en la cárcel. A Francisco le instaron a que dijese la verdad, o en caso contrario le matarían –le dijeron- como ya habían matado a Jacinta, pero los pastores se mantuvieron en su primera versión: en que se les había aparecido una Señora. Finalmente, tuvieron que soltarlos libres. Bien es verdad que, cuando metieron a Jacinta (la más pequeña de los tres) en la cárcel, ella lloraba mucho, pues nunca se había separado de su madre. Para darle más miedo la metieron en una celda con hombres, reos de algún delito. Jacinta lloraba. Uno de los encarcelados, movido a compasión, la cogió en brazos y le preguntó qué baile quería que hiciese para ella. Jacinta contestó que un fandango, y el preso bailó un fandango con Jacinta en sus brazos, y ésta se reía. De repente Jacinta se fijó en que en la celda había un crucifijo y quiso depositar sobre él su rosario y le preso la alzó en brazos para que lo hiciera. Luego ella empezó a rezar el rosario y todos los presos de aquella celda la siguieron en el rezo. La Virgen entró en la cárcel por una niña asustada y llorosa, y la Virgen ablandó el corazón de aquellos hombres endurecidos por la vida y por los delitos.
- Todo esto lo hizo y lo hace María. Ella eligió a 3 niños incultos y sin importancia a los ojos del mundo y de la sociedad. Si hoy quisiera aparecerse María a uno de nosotros, ¿a quién de nosotros elegiría? Pues a aquel que no tiene soberbia. Elegiría a aquel que no tiene orgullo, ni amor propio, ni rencor, ni doblez, sino un corazón noble y sensible.
Celebramos hoy en toda la Iglesia el nacimiento de María Virgen, y en Asturias celebramos a nuestra Patrona: la Santina de Covadonga. Fátima, Covadonga, Lourdes, Guadalupe, Pilar, Rocío… son distintos apellidos de una misma mujer, de la Virgen María. Ella quiere acercarse hoy y siempre a nosotros. Ella nos da su paz y alegría. Ella nos lleva a su Hijo, Jesucristo. Ella es la hija más amantísimo de Dios Padre. Ella es intercesora ante Dios de todas nuestras peticiones, dolores, soledades, anhelos y deseos.
En este día acerquémonos a ella con humildad, con confianza y con amor. Depositemos un beso en su mejilla y sintamos (en la fe) como ella nos abraza y pone nuestras cabezas en su corazón.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Domingo XXII del Tiempo Ordinario (C)

2-9-2007 DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO (C)
Ecl. 3, 19-21.30-31; Slm. 67; Hb. 12, 18-19.22-24a; Lc. 14, 1.7-14
Queridos hermanos:
Hace unos días muchos periódicos sacaban en sus páginas unos datos sobre la madre Teresa de Calcuta[1] muy llamativos. La Nueva España titulaba su noticia así: “La madre Teresa perdió la fe”. Después en el texto que acompaña el titular se matizaba esta afirmación. El ABC tenía otro títular: “La madre Teresa vivió una crisis espiritual durante cincuenta años”. Veamos algunas de las frases y datos que aportaban los medios de comunicación:
- La ausencia de Dios en la vida de la madre Teresa parece haber comenzado casi en el mismo momento en que empezó su labor ayudando a los desheredados de Calcuta en 1948 y, con la excepción de un breve periodo de cinco semanas en 1959, ese vacío estuvo siempre presente.
- La madre Teresa escribió: “mi sonrisa es una gran capa que esconde una multitud de penas”. Porque siempre sonreía, la gente pensaba que “mi fe, mi esperanza y mi amor me desbordan, y que mi intimidad con Dios y la unión con su voluntad llenan mi corazón. Si supieran...”, afirmaba la religiosa.
- En una carta remitida a un sacerdote amigo le escribía: “Jesús tiene un fuerte amor por ti. ¿Pero por mí? Los silencios son demasiado. Miro y no veo. Escucho y no oigo. Te pido que reces por mí. Ruégale que me eche una mano”. “Siento que Dios no me quiere, que Dios no es Dios, y que El verdaderamente no existe”. En todos los escritos se percibe el gran dolor espiritual de la religiosa.
- Y es que la madre Teresa de Calcuta pasó la mayor parte de sus últimos cincuenta años de vida en medio de una profunda crisis espiritual que le llevó a dudar de la existencia de Dios. En una de sus cartas a su director espiritual decía en 1980: “El silencio y el vacío son tan grandes que miro pero no veo, escucho pero no oigo, la lengua se mueve (durante la oración) pero no habla”. Esas palabras llegaban después de otras bien diferentes: las que pronunció durante la ceremonia de recogida de entrega del premio Nobel de la Paz, la madre Teresa había dicho que “Cristo está en nuestros corazones, en los pobres a los que encontramos, en la sonrisa que ofrecemos y en la que recibimos”.
¿Qué pensamos de todo esto? ¿Cuál es nuestra opinión? ¿Mintió la madre Teresa cuando decía en la entrega del premio Nobel de la Paz que Cristo estaba en nuestros corazones, y a la vez a sus amigos íntimos y confesores les decía que no veía a Dios, que no escuchaba a Dios, que no existía Dios?
Ante todo se ha de decir que el sufrimiento espiritual de la madre Teresa de Calcuta fue tremendo; su oscuridad en el alma y en el corazón debió de ser terrible; seguramente pensaría que podía estar engañando a las chicas que querían entrar en su congregación religiosa para seguir su camino; seguramente pensaría que podía ser una hipócrita por engañar a tanta gente en el mundo que le daba su dinero, su admiración, su cariño y su confianza, porque la creían cerca de Dios y ella se sentía tan lejos de El, pues en momentos llegó a dudar de su existencia.
Pero repito las preguntas de arriba: ¿Mentía la madre Teresa cuando hablaba y escribía tantas maravillas de Dios[2] y en su interior vivía otra cosa muy distinta? ¿Llegó a perder la fe realmente la madre Teresa?
Quien no entienda ni sepa de cosas del espíritu contestará afirmativamente a estas preguntas y se escandalizará de los escritos y de las vivencias íntimas de la madre Teresa. Pero quien sepa algo de la vida de fe y quien conozca un poco de la vida de los santos verá que, lo que le pasó a la madre Teresa, era algo completamente normal y habitual en el camino de santidad y en el camino de cada cristiano:
- Quién no recuerda las palabras de Jesús en la cruz, cuando dijo a voz en grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Jesús experimentó el silencio de Dios, la ausencia de Dios y todo ello en medio de un sufrimiento atroz. Dios no estaba cuando más lo necesitaba. Pero, ¿recordáis las últimas palabras de Jesús en la cruz antes de morir? “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y es que la prueba, el silencio y el aparente abandono de Dios no hace que Jesús o una persona de fe auténtica reniegue de Dios, sino que hace que uno viva desde la pura fe, oscura y cierta, y se entregue con confianza absoluta en sus manos.
- Hay unas palabras de Sta. Teresita del Niño Jesús que a mí siempre me dieron mucha luz. Ella entró en el convento de la Carmelitas Descalzas cuando tenía unos 16 años y murió hacia los 24 años de tuberculosis. Su vida siempre fue de muchas pruebas exteriores e interiores. Poco antes de morir escribía ella: “Al entrar en el convento entre Tú y yo había un velo. Ahora hay un muro…, pero sé que detrás del muro estás Tú”. Teresita casi “tocaba” a Dios al entrar en el convento. Su corazón y su alma estaban henchidos de gozo. Mas al entrar todo se volvió oscuridad y tuvo que aprender a descubrir la presencia de Dios, no a través de los sentidos o de la razón, sino de la pura fe. Ella ya no veía a Dios, ya no escuchaba a Dios, ya no sentía a Dios, pero sabía que Dios estaba.
- Quien conoce un poco de la vida de S. Francisco de Asís sabe que los últimos años de su vida los pasó en medio de la oscuridad del alma. Cuando sentía a Dios, todo lo podía. Cuando El le faltaba, no era nada.
- Esto mismo lo experimentaba Sta. Teresa de Jesús; por eso llegó a escribir aquello de “si tienes a Dios, ¿qué te falta? Si te falta Dios, ¿qué tienes?” Ella llegó a confiar tanto, tanto en Dios, que escribió aquella poesía preciosa y terrible a la vez, que muy pocos estarían (estaríamos) dispuestos a firmar:
“¿Qué mandáis hacer de mí?/
Dadme muerte, dadme vida:
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz cumplida,
flaqueza o fuerza a mi vida,
que a todo diré que sí.
¿Qué queréis hacer de mí?/
Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida, dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí.
¿Qué mandáis hacer de mí?/
Si queréis, dadme oración,
si no, dadme sequedad;
si, abundancia y devoción,
y, si no, esterilidad;
Soberana Majestad,
sólo hallo paz aquí.
¿Qué mandáis hacer de mí?/
Si queréis que esté holgando,
quiero por amor holgar,
si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando. Amén”
- S. Ignacio de Loyola, uno de los mejores maestros de espíritus de la Iglesia, nos define qué es y cómo es sentirse cerca de Dios y poseído por El. Y qué es y cómo es sentirse alejado de Dios. Lo primero lo llama consolación y lo segundo desolación: “Llamo consolación espiritual cuando en el alma se produce alguna moción interior, con la cual viene el alma a inflamarse en amor de su Creador; y asimismo, cuando ninguna cosa criada sobre la faz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo, cuando derrama lágrimas que mueven a amor de su Señor, sea por el dolor de sus pecados o por la pasión de Cristo, o por otras cosas directamente ordenadas a su servicio y alabanza. Finalmente, llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud del alma, aquietándola y pacificándola en su Creador.” “Llamo desolación todo el contrario, así como oscuridad del alma, turbación en ella, inclinación hacia las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a desconfianza, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Creador.”
- S. Juan de la Cruz llamaba a todo este proceso “noche oscura”: noche oscura de los sentidos y noche oscura del espíritu.
Por eso, para caminar en la vida de fe es necesaria la ayuda de un director espiritual. El te orienta, te guía, te da seguridad, paciencia y hace que te abandones en las manos de Dios. El fin de todo este proceso, de lo que le pasó a la madre Teresa, a todos los santos y a todos los que quieran seguir el camino de Dios es la purificación, es decir, el desprendernos de todo lo que no es Dios para que quede únicamente nuestro ser más íntimo, desnudo y solo, para El.
[1] Hemos de recordar que la madre Teresa, la monja albanesa cuya dedicación a los pobres de Calcuta la convirtió en símbolo de la caridad, fue beatificada por el Papa Juan Pablo II en 2003.

[2] ¿No habéis leído libros de la madre Teresa con palabras que nos reconfortan y ayudan en nuestra fe?