viernes, 27 de marzo de 2009

Domingo V de Cuaresma (B)

29-3-2009 DOMINGO V CUARESMA (B)
Jr. 31, 31-34; Sal. 50; Hb. 5, 7-9; Jn. 12, 20-33
Homilía de audio en MP3
Homilía de audio en WAV

Queridos hermanos:
Celebramos hoy el V domingo del tiempo cuaresmal y el evangelio nos muestra a un Jesús que veía cercana su muerte. Quizás sus palabras fueron pronunciadas una o dos semanas antes de su muerte.
- Sin embargo, en el día de hoy no quisiera hablar de la muerte, sino de lo que sucede en nosotros un poco antes de la muerte. ¿Qué pasa por nuestras mentes, por nuestros cuerpos, por nuestros espíritus cuando sabemos que la muerte se va acercando por la edad, por una enfermedad o por un accidente que nos deja malheridos? Todos vamos a morir. Podremos retrasarla unos años, podremos maquillarla, podremos morir de repente o tras larga agonía, pero todos vamos a morir.
Ante esa muerte que se acerca día a día, hora a hora podemos mirar al futuro (hacia ese fin que se acerca) y también al pasado (a lo que hemos hecho o dejado de hacer, a lo que fue y a lo que pudo haber sido). Ante esa muerte que se acerca día a día, hora a hora (futuro) puede haber distintas posturas:
1) La de personas que no creen en Dios, no creen en la pervivencia de un después. Escuchemos lo que dice un autor italiano ateo o agnóstico, Indro Montanelli, ante esa muerte: “Lo confieso, yo no he vivido y no vivo la falta de fe con la desesperación de un Guerriero, de un Prezzolini [...] Sin embargo, siempre la he sentido y la siento como una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora que ha llegado el momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca.”
2) Quienes tienen la fe del Antiguo Testamento. Seguro que muchos de nosotros nos podremos ver reflejados en estas palabras del Eclesiástico: “¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo con sus posesiones, para el hombre contento que prospera en todo y tiene salud para gozar de los placeres! ¡Oh muerte, qué dulce es tu sentencia para el hombre derrotado y sin fuerzas, para el hombre que tropieza y fracasa, que se queja y ha perdido la esperanza!” (Eclo 41, 1-4).
3) Finalmente, existe la fe de aquellas personas que están totalmente confiadas en Dios Padre. Para expresar mejor esto usaré unas palabras de la M. Teresa de Calcuta: “La gente me pregunta sobre la muerte, si la espero con ilusión, y yo respondo: 'Claro que sí', porque iré a mi casa. Morir no es el fin, es sólo el principio. La muerte es la continuación de la vida. Este es el sentido de la vida eterna: es donde nuestra alma va hacia Dios, a estar en presencia de Dios, a ver a Dios, a hablar con Dios, a seguirlo amando con un amor mayor, porque en el Cielo le podremos amar con todo nuestro corazón y nuestra alma, puesto que en la muerte sólo abandonamos el cuerpo: nuestra alma y nuestro corazón viven para siempre. Cuando morimos nos reunimos con Dios y con todos los que hemos conocido y partieron antes que nosotros: nuestra familia y amigos nos estarán esperando. El Cielo debe de ser un lugar muy bello”.
- Dicho esto, vamos a examinar un poco más detenidamente las palabras de Jesús en el evangelio. Jesús también mira para el futuro, para su futuro próximo: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. Jesús mira su futuro de frente. Ve todo el sufrimiento, toda la pasión y muerte por el que va a pasar. En Jesús se da una lucha entre la huida y la suplica para que aquello no suceda y cumplir la voluntad de su Padre. Finalmente, es esta voluntad la que triunfa en su voluntad.
Asimismo, Jesús no piensa en sí sólo. Piensa también en todos aquellos que a lo largo de los años y siglos venideros seguirán sus pasos, y para ellos tiene estas palabras: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”. En primer lugar hemos de decir que en Jesús se cumplió totalmente este evangelio. En efecto, a) El sí que fue como ese grano de trigo que se introdujo en la tierra y dio fruto abundante, pues, de unos pocos discípulos, salieron millones y millones de discípulos suyos. b) Jesús no se guardó para sí mismo en este mundo, sino que se dio para los demás. Anás, Caifás, Herodes y tantos hombres del tiempo de Jesús se amaron a sí mismos, y con ello se han perdido y han perdido miserablemente el tiempo. Ellos, no sólo no cumplieron en sí la voluntad de Dios, sino que se opusieron a ella. c) Jesús sí que sirvió a Dios y a sus hermanos, los hombres, y Dios lo ha premiado con la gloria eterna.
Al leer ahora este texto evangélico hemos de mirar a nuestro pasado, pero también al futuro que nos queda. Miraremos a nuestro pasado para comprobar si las palabras de Jesús se han visto cumplidas en nosotros. ¿En mi vida hasta ahora he sido servidor sincero y a tiempo completo de Jesús y de su Padre Dios? ¿En mi vida hasta ahora me he dejado de lado y, por lo tanto, me “he perdido” por Jesús y por Dios Padre, o más bien me he amado más a mí mismo? ¿En mi vida hasta ahora he sido como el grano de trigo que ha caído en tierra para morir yo, de tal manera que de “mi muerte” saleran otros a la vida, es decir, he sido fecundo, o más bien he procurado guardarme a salvo en el granero o en una urna de cristal y, por lo tanto, he permanecido infecundo? ¿En mi vida me he parecido y me estoy pareciendo más a Anás, Caifás, Herodes…, o más bien a Jesús?
Desde las respuestas a estas preguntas, ya podemos mirar al futuro. Aún estamos a tiempo. Mientras hay un hálito de vida siempre es tiempo de Dios, de que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios Padre.
¡Jesús, te pedimos ser como tú; ser ese grano de trigo que cae en tierra, muere y da fruto abundante!
¡Jesús, te pedimos no tener miedo a perdernos a nosotros mismos, pues, cuando nos perdemos por ti y por los demás hombres, entonces es cuando encontramos de verdad vida eterna!
¡Jesús, te pedimos ser servidores como tú, aún a costa de nuestra propia vida, para un día ser premiados por Dios Padre!

viernes, 20 de marzo de 2009

Domingo IV de Cuaresma (B)

22-3-2009 DOMINGO IV CUARESMA (B)
2 Cro. 36, 14-16.19-23; Sal. 136; Ef. 2, 4-10; Jn. 3, 14-21
Siento mucho no poder ofreceros en esta ocasión en formato audio la homilía, pero, al comenzar a predicarla, me di cuenta que tenía la batería gastada el aparato. No queda más remedio que escucharla a través del video, que sí ha sido grabada.

Queridos hermanos:
- ¿Tienen perdón nuestros pecados? ¿De verdad creéis que Dios puede perdonarnos una y otra vez, a pesar de que nosotros le fallamos una y otra vez? Hay un pueblo en España en donde vive una mujer relativamente joven. Vive sola y trabajaba cuidando a gente mayor. Vive en una casa de alquiler y paga unos 150 € al mes. Pero lo que le pagan por su trabajo no le da para llegar a final del mes. ¿Sabéis lo que hace para completar el dinero que le falta? Pues se prostituye. ¿Sabéis de dónde vienen los hombres para estar con ella? Pues de las aldeas y pueblos de alrededor. Pero ella sólo se acuesta con los hombres necesarios para pagar todos sus gastos mensuales. Más no quiere. ¿Podrá Dios perdonar a esos hombres que dejan sus mujeres e hijos un rato en el día para irse con esta mujer? ¿Podrá Dios perdonar a estos hombres que utilizan la necesidad de esta mujer para acostarse con ella? Creo que una vez ya os lo había contado, había un hombre casado que estuvo en una ocasión con una brasileña en una casa de citas. Volvió a casa hacia las 10,30 de la noche. Al llegar su hija de 6 años, que se iba a acostar, se lanzó al cuello de su padre para besarlo y desearle las buenas noches. Aquel beso le ardió al hombre: con los mismos labios que había hecho “cosas” a la brasileña, con esos mismos labios media hora después besaba a su hija. ¿Tienen perdón nuestros pecados?
Esta semana estuve en Salamanca haciendo ejercicios espirituales. También coincidí con otras religiosas que los hacían. Y una de ellas me confió que se dedicaba a atender a adolescentes rotas de familias rotas: * Una niña de unos 12 años, que fue adoptada y el padre adoptivo se aprovechó, sexualmente hablando, de ella. La niña tuvo que salir de aquella casa, y ahora está en manos de psicólogos y terapeutas. No se sabe si se podrá recuperar del trauma. Ha tenido, por lo menos, dos fracasos grandes en su vida ya a tan corta edad: unos padres que la abandonaron y otros que han abusado de ella. ¿Tendrán perdón estos pecados? * Otra niña, cuyos padres se separaron. La madre se casó ahora con otro hombre y tiene un hijo de éste. La niña, que tiene 14 años, ve como un intruso a su hermanastro y al padrastro, y reacciona con mucha violencia. No la pueden tener en casa, pues las arma tan gordas que tiene que venir la guardia civil a sacarla de casa. Entonces la mandaron a los servicios de la Comunidad Autónoma, que la remitió a estas religiosas. En la casa de las religiosas arma mucho follón también y ya la han amenazado los responsables de la Comunidad Autónoma con enviarla a un reformatorio. ¿Tienen perdón nuestros pecados? * Finalmente, me contaba esta religiosa el caso de otra niña que llegó al centro de ellas y se le dio mucho cariño por parte de una de las religiosas. Con esto la niña estaba muy contenta, pero enseguida hubo problemas: porque si esta religiosa tenía atenciones también con otros adolescentes, entonces la chica se volvía violenta y pegaba a los demás. Si la religiosa atendía especialmente a esta chica, entonces los demás se celaban y armaban lío. Y todo esto por la falta de cariño de los padres entre sí y hacia sus hijos, que han originado unos niños y adolescentes totalmente rotos por dentro. ¿Tienen perdón nuestros pecados?
Podía seguir. Estos son los ejemplos más recientes que he tenido ante mí, pero vosotros me podéis decir cientos más. Por tanto, repito las preguntas del principio: ¿Tienen perdón nuestros pecados? ¿De verdad creéis que Dios puede perdonarnos una y otra vez, a pesar de que nosotros le fallamos una y otra vez? Veamos lo que nos dice el evangelio de hoy: “Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Y también: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. El amor de Dios a los hombres es incondicional. No depende de nuestro comportamiento el que Dios nos ame o no. Dios nos ama desde siempre, nos ama y nos perdona siempre, y Dios nos ama y nos perdona para siempre. Por ello mandó a su Hijo entre nosotros, para nuestra salvación. Veamos a continuación una historia de amor, que demuestra lo que nos dice el evangelio de hoy.
- Y es que el jueves fue 19 de marzo, día de San José. En ese día se celebra habitualmente el día del Seminario, pero en España se ha trasladado la celebración al domingo de hoy. Voy a leeros sin más preámbulos una historia de amor, una historia de una vocación sacerdotal. La acabo de leer hace una semana. Me hizo bien y creo que a vosotros también os hará bien:
“Fue jefe de ‘bateadores’ en su barrio; hoy es cura en una iglesia de pueblo. De ultra y violento… a pacífico y sacerdote. Una chica, de la que estuvo enamorado, tuvo mucho que ver en su cambio de vida
Teniendo 11 años, una tarde, al salir de clase, otros chicos de 16 y 17 años le llevaron frente a un cajero automático y le dieron un bate de béisbol. No era un rito de iniciación. O no sólo. Era un test de patrioterismo callejero. Lo pasó con nota: en pocos minutos, donde antes había habido una máquina expendedora de billetes, sólo quedaba un hueco. Lo siguiente fue el adiestramiento en técnicas de lucha. Una noche lo llevaron a los bajos de plaza de España. Comenzaban a llegar a nuestro país los primeros inmigrantes y los negros que allí acampaban, envueltos en mantas y cartones, se prestaban a la metáfora racista: sanguijuelas pegadas a la piel hermosa de la madre patria. ¡Afuera con ellos! Una empresa de tales magnitudes -limpiar España- necesitaba un plan pegado a la realidad: había que ir barrio por barrio. A él lo encuadraron en la patrulla que vigilaba las calles del suyo, Argüelles, donde vivía con sus padres. No era ésta la única partida de la porra que operaba en Madrid. La misión de éstas era doble: reclutar cruzados para la causa y mantener la ‘chusma’ a raya. Para lo primero, se exigía diplomacia, don de gentes, capacidad de liderazgo; para lo segundo, un manejo del bate propio de un jugador de béisbol. Nuestro protagonista enseguida marcó estilo. Antes de cumplir los trece, era un mago de la persuasión y la violencia, lo que le hizo ir subiendo puestos en el escalafón, hasta ocupar la jefatura de la patrulla de su barrio. Entonces supo que aquello no era un juego. Le habían avisado de que no era fácil llegar hasta allí. Lo que nunca nadie le había dicho -ya lo comprobaría él- es que más difícil era salir.
Si le preguntas en cuántas peleas estuvo metido los años -seis, casi siete- que duró su aventura ultra, te dice que perdió la cuenta. Sólo sabe que no mató a nadie y que siempre corrió más que la Policía. Sí recuerda que la violencia era adictiva y le generaba ansiedad, que él paliaba a base de remedios seculares: sexo, drogas, alcohol… También recuerda broncas en las que pensó si no sería otro el que pegaba. Cada vez le costaba más llegar a casa, reconocerse en el espejo, dormir de un tirón.
Sus padres nunca le preguntaron en qué líos andaba, quizás por lo evidente de la respuesta: su cuarto se había convertido en un búnker y él ya no era un ángel. Como trataran de imponerle su autoridad, era capaz de levantar la voz. O la mano. Ellos, lejos de amilanarse, decidieron actuar. Y lo hicieron siguiendo una política de hechos consumados: por su cuenta, sin consultarle nada. El colegio al que había ido desde niño se había convertido en el cuartel general de la patrulla, así que lo llevaron a un instituto a las afueras de Madrid. Para asegurarse de que iría a clase, al cambio de centro siguió uno de domicilio. No se lo perdonó, al menos durante el año que estuvo sin dirigirles la palabra.
La idea que de nuestro protagonista se hicieron sus camaradas fue letal: ya no era él quien llevaba los pantalones en casa. Luego era débil. Merecía el mismo trato que un inmigrante, que un yonqui, que un travesti. O uno peor, pues sabía demasiado. Que se cuidara mucho de dejarse caer por ciertas calles. Ahora sí que no entendía nada. Su aterrizaje en el instituto, con el curso ya empezado, no ayudó a que se le aclararan las ideas. Aquello le pareció un nido de hippies y de rojos. Allí nadie se atrevía a mantener su mirada. Salvo esa chica que, cada mañana, le saludaba con una sonrisa de oreja a oreja. El detalle le enamoró. ¡A él, para quien las mujeres habían sido carnaza!
Ella se lo dejó claro desde el minuto cero: quería su amistad, nada más. Él, con tal de que fuera suya, se pegó a sus amigos, un grupo de parroquia. Estaba dispuesto a casi todo. Una vez ella le pidió que la acompañara a una pascua juvenil y él, queriéndola mucho, le dijo que no. A cambio, ella le hizo dibujar a Jesús en Getsemaní. Mientras lo dibujaba, se encontró con un hombre solo, al que traicionaban sus amigos, pero que moría por amor. A él también le habían dado de lado, pero, a diferencia de Cristo, seguía lleno de odio. Allí, en la soledad de su cuarto, por primera vez en años, rompió a llorar. No sería la última vez.
En otra ocasión ella y sus amigos le pidieron que les acompañara a la parroquia a echar una mano con unas cajas. En esas estaba cuando reparó en un cartel mal colgado en el tablón. Al ir a colocarlo, pudo leer: “Confesiones los miércoles después de misa”. Y pensó: “A mí es imposible que me perdonen”. Días después, y con la misma decisión con que había liderado tantísimas acciones de comando, fue a ver al cura. Quería pedirle que dejara de colgar cartelitos para engañar a los incautos, no fuera a ser que alguno se lo creyese y se hiciera ilusiones. El sacerdote, lejos de echarle con cajas destempladas, le oyó en confesión. ¿Cuándo había sido la última vez? ¡Ni se acordaba! Los pecados no los dijo, los vomitó. Llevaban ahí tantísimo tiempo pudriéndose, pudriéndole, que vaciarse de ellos fue un alivio. Mientras el cura le daba la absolución, quiso haberle dicho: “Pero ¿qué hace? ¿No ve que doy asco?”. Aunque sólo acertó a llorar. Quizás porque empezaba a entender algo: había sido salvado. Salió de allí con la expresión que era otra. ¡Por fin podían mirarle a la cara!
El encuentro con Jesús le cambió la vida. El ya no era algo que tirar a la basura, sino que proclamaba la grandeza de Dios. Dos mil años después, Cristo seguía operando milagros. Tras una adolescencia de odios y violencias, nuestro protagonista se apuntó a un curso de confirmación y comenzó a ir a misa; un verano volvió de las misiones con un montón de fotos en las que salía jugando con niños negros (¡qué hubieran dicho los camaradas!); su búsqueda de la belleza hizo que se matriculara en Historia del Arte; al acabar la carrera, entró de profesor en un colegio; años atrás, la chica de la sonrisa había terminado cediendo; sonaban campanas de boda… Pero oyendo Misa en la catedral de Santiago, supo que el Evangelio seguía hablando. Aquella peregrinación había sido accidentada. En un alto en el camino, ya en el tramo final, cuando se duchaba, le robaron todo. Y allí estaba él, en la cripta, con ropa prestada, atento a la lectura del día. “No llevéis bolsa, ni morral, ni sandalias…”. Dios le pedía más. ¿Qué? De momento, cortar la relación con su novia.
Sentía que su corazón estaba hecho para amar a más personas, le iba la vida de parroquia más que la del hogar, un amigo suyo acababa de ordenarse sacerdote… Decidió entrar en el Seminario y sus padres no estuvieron de acuerdo. En cinco años fueron a verlo dos veces al seminario. Una cosa es que su hijo fuera a Misa todos los días -ellos, encantados- y otra que se metiera a cura. Sin embargo, hoy no quieren otra cosa para su hijo: lo ven tan feliz, tan en su sitio… Así también debieron de verlo los dos energúmenos que se colaron en su ordenación. Fueron a reventársela… y salieron hechos un lío”
(De la revista http://www.albadigital.es/, de marzo de 2009).

viernes, 13 de marzo de 2009

Domingo III de Cuaresma (B)

15-3-2009 DOMINGO III CUARESMA (B)
El domingo marcharé de ejercicios espirituales y no regresaré a casa hasta el viernes de noche. Por lo tanto, los comentarios que hagáis a partir de la tarde del domingo 15 de marzo no los podré "subir" al blog hasta mi regreso. Perdón por el retraso. Os encomendaré en mis oraciones y también os pido a vosotros que lo hagáis conmigo. ¡Gracias!
Ex. 20, 1-17; Sal. 18; 1 Co. 1, 22-25; Jn. 2, 13-25
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Queridos hermanos:
Llama la atención en el evangelio de hoy, entre otros, dos hechos:
- El primero es el que refiere la escena en que Jesús realiza un acto violento: coge unas cuerdas, la amarra a modo de látigo y con él echa del templo de Jerusalén a ovejas, bueyes, palomas, ganaderos, cambistas y demás gente que estaba en esos negocios. Asimismo, Jesús desparrama por el suelo todas las monedas y los tenderetes de los banqueros. Recuerdo otra serie de textos evangélicos en los que se nos presenta una imagen de Jesús bien distinta a la que estamos acostumbrados, como cuando El va a curar a un hombre en sábado y los fariseos quieren pillarlo en esa falta, entonces dice el evangelio que Jesús echó en torno “una mirada de ira” y luego curó al enfermo; en otra ocasión en que le dijeron a Jesús que Herodes lo buscaba y El contestó: “decirle a esa zorra…”, lo cual era un insulto muy grave; de la misma manera en otro texto dice Jesús que no ha venido a traer paz a este mundo, sino guerra, pues en adelante y por su causa la madre estaría contra la hija, y la suegra contra la nuera, los padres contra los hijos y los hijos contra los padres…; ¿y os acordáis también de aquel otro pasaje en que se acerca a Jesús una mujer extranjera y le pide que cure su hija enferma, y Jesús le responde que no está bien dar el pan de los hijos a los perros, es decir, Jesús llamó perros a esa mujer extranjera y su hija enferma? Son frases y escenas muy duras, que ‘no nos casan’ con la imagen pacífica, humilde y cariñosa que tenemos de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt. 11, 28-29).
No podemos esconder estos hechos. No podemos maquillarlos, sino que debemos enfrentarnos a ellos y tratar de reflexionar y orar sobre lo que Dios y su Hijo Jesús nos quieren decir con ellos. Alguna vez ya he explicado, lo que a mí entender contiene alguno de estos episodios. Hoy quiero detenerme un poco sobre el acto violento de Jesús narrado en el evangelio de este domingo, es decir, cuando pega con el látigo al ganado, a los dueños de los animales, a los banqueros y cambistas, y cuando destroza la propiedad privada de varios hombres que viven de sus negocios.
Para saber lo que Dios quiere decirnos hemos de mirar, además del acto violento, las palabras de Jesús que acompañaron este acto: “‘Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre’. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: ‘El celo de tu casa me devora’”. Jesús no echó al ganado y a la gente del templo de Jerusalén, porque le hicieran daño a él, o porque quisiera ganar algo, o en un momento de cabreo y de ira personal. Jesús iba a Jerusalén a celebrar la fiesta más importante que tienen los judíos, la Pascua, que conmemora la salvación de Dios de los israelitas del poder y la esclavitud de los egipcios. Pero, al llegar al templo, se encontró con un mercado lleno de mugidos, gritos, avaricia, robos (porque los cambistas se quedaban con más dinero de lo establecido y engañaban a los incautos, o porque se vendían animales por buenos y sanos, cuando algunos estaban enfermos y con algún defecto, o se vendían a un precio muy por encima del valor real). Jesús vio claramente esto; vio que la “casa de su Padre” destinada a adorarle, rezarle y amarle se había convertido en un gran supermercado de los intereses humanos. Dios era el que menos importaba allí y su nombre santo era usado para hacer negocios. Ante esta visión, Jesús sintió en su interior que el celo por Dios y por las cosas de Dios se apoderaba de El, y quiso hacer una “limpieza” de todo ello. Muchas personas me han dicho que han sentido de modo similar un rechazo interior al llegar a Fátima o a Lourdes.
- El segundo hecho que llama la atención en el evangelio de hoy es la protección que hace Jesús del templo de Jerusalén por ser casa de oración y también por ser la casa de su Padre Dios. Digo que llaman la atención estas palabras de Jesús referidas al templo, cuando dos capítulos más adelante, concretamente en el capítulo 4 del evangelio de San Juan, dialoga Jesús con la samaritana y ésta le pregunta que dónde se debe adorar a Dios: en un monte sagrado para los samaritanos o en el templo de Jerusalén, como dicen los judíos. Y Jesús le responde: "Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad" (Jn. 4, 21-24). Parece que nos encontramos ante dos afirmaciones de Jesús contradictorias: por una parte dice que el templo de Jerusalén es la casa de su Padre y por defender esta casa golpea y destruye y, por otra parte, poco después dice que a Dios hay que adorarlo en espíritu y en verdad, y que no hace falta adorar a Dios en Jerusalén. ¿En qué quedamos? Para resolver esta aparente contradicción hemos de escuchar una vez más al mismo Jesús en el evangelio que hemos leído hoy. Así, cuando los judíos le pide una explicación del porqué golpeó y destrozó todo aquello, Jesús responde: “‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.’ Los judíos replicaron: ‘Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’, pero él hablaba del templo de su cuerpo”.
En efecto, no hemos de quedar obsesionados, como les pasó a los judíos, con el templo de piedras. Si Jesús defiende el templo de Jerusalén, no lo hace por las piedras y por encargo del ‘Departamento de bienes artísticos y bienes culturales’ de Israel. No. Jesús defiende a su Padre Dios y no quiere que el amor y el culto que se le dé estén manchados de codicia, robos, y mercadeo. Cuando Jesús le dice a la samaritana que a Dios hay que adorarlo en espíritu y en verdad y no en un lugar concreto, lo que ésta diciendo es que lo más importante en la fe es… Dios y la disposición del corazón humano de cara a Dios. A Dios se le puede adorar, querer, rezar, besar, suplicar, agradecer en cualquier lugar, pero con el corazón limpio y confiado, y no lleno de cosas, las cuales no hacen más que distraernos de lo fundamental.
Por todo ello, cuando los judíos le exigen cuentas a Jesús por su acción violenta, éste quiere llevar su atención a lo importante: no a un templo de piedras, sino a un templo de carne, de espíritu (“‘destruid este templo, y en tres días lo levantaré.’ […] pero él hablaba del templo de su cuerpo”). Y este templo que es Jesús, si es destruido, será de nuevo reconstruido por el único Dios. Sí, a Jesús se le puede destruir; el Hijo de Dios es un Dios alcanzable por el odio humano. El puede morir igual que cualquiera de nosotros; igual que los adolescentes y sus profesores en Alemania en esta semana; igual que la doctora asesinada en el Levante español en esta semana. Es verdad que podemos matar a Jesús, a Dios; pero también es verdad que la muerte no puede retenerlo. Jesús resucitó de la muerte.
En definitiva, yo creo que en este evangelio de hoy lo que se nos quiere decir, entre otras muchas cosas, es que para Jesús lo más importante es Dios, el ser humano y la relación de éste con Dios. Al comprender esto, ya podemos entender más claramente por qué Jesús echó de la casa de su Padre a los que no respetaban ni a Dios ni a los hombres de fe que acudían a Jerusalén. También podemos entender por qué para Jesús lo fundamental es adorar a Dios en espíritu y en verdad, independientemente del lugar. Finalmente, podemos comprender por qué para Jesús la destrucción de su templo, en donde está la verdadera humanidad y la verdadera divinidad, no es el final, pues Dios permanece siempre, sea en la vida o sea en la muerte. Además, todos los hombres somos también templos vivos de Dios. Y todos estos templos han de ser respetados como verdaderas casas de Dios. Jesús ama especialmente los templos dolientes y enfermos, los templos explotados, agredidos y violados, los templos oprimidos y sin defensa. Las profanaciones que se hacen contra estos templos son verdaderos sacrilegios.

viernes, 6 de marzo de 2009

Domingo II de Cuaresma (B)

8-3-2009 DOMINGO II CUARESMA (B)
Gn. 22, 1-2.9-13.15-18; Sal. 115; Rm. 8, 31b-34; Mc. 9, 2-10
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Queridos hermanos:
EXAMEN DE CONCIENCIA
No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.

¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?
¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, descalificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conversación o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defectos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportunidad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?
¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.
¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?
¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limosnas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.
¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revistas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despotrico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancianos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.