viernes, 26 de junio de 2009

Domingo XIII del Tiempo Ordinario (A)

28-6-2009 DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO (B)
Sb. 15, 13-15; 2, 23-24; Sal. 29; 2 Co. 8, 7-9.13-15; Mc. 5, 21-43
Homilía de audio en MP3
Homilía de audio en WAV

Queridos hermanos:
El jueves por la tarde vino a mi casa un joven que desea conocer más las cosas de Dios y que quiere hacer la primera comunión. Le había indicado tiempo atrás que leyera el Nuevo Testamento con la vida, los hechos y las palabras de Jesús. Me dijo que lo intentó, pero que hay tantas cosas que no entiende y que le resulta algo complicado. Entonces cogí el evangelio de hoy, lo leímos y se lo fui explicando. Y fuimos desentrañando lo que hay detrás de unas palabras que nos narran hechos de hace 2000 años. A este joven le decía algunas de estas cosas:
Ante todo he de decir que este evangelio que acabamos de escuchar siempre me ha gustado mucho, pues veo a un Jesús cercano, cariñoso, decidido, servicial.
- Hay dos personajes centrales (junto con Jesús) en la narración: Jairo y la mujer enferma. Son dos personas con sufrimientos grandes; ella en su propio cuerpo y él en el de su hija, que le duele más que si fuera en sí mismo. Nos dice el evangelio que Jairo era jefe de la sinagoga. A pesar de ser todo un personaje, él se acerca a Jesús y se tira a sus pies. Jairo se humilla y suplica con insistencia a Jesús por su hija enferma. ¿Qué no haríamos nosotros por una persona querida y sufriente? Inmediatamente Jesús atiende esta petición y se va con él.
Durante el camino hacia la casa de Jairo tiene lugar el otro episodio que nos narra el evangelio. Se nos dice que la gente apretujaba a Jesús por todos lados. Una mujer se mete como puede entre la muchedumbre. Ella está enferma y sin dinero, pues todo lo ha gastado en médicos y en medicinas sin lograr curarse. Ella piensa que, con solo tocarle, se curará. Así lo hace y así sucede. El evangelio nos dice que la mujer, al verse descubierta por la acción, se echa a los pies de Jesús y confiesa lo que sucedido.
Fe y humildad son las dos características comunes de ambos personajes. Ellos confiaban en que Jesús les atendiese y les curase. Esa fe les lleva a vivir en humildad, pues reconocen que nada ni nadie puede ayudarles salvo Dios. Pero Jairo y la mujer enferma, hasta llegar a este grado de fe, han tenido que hacer un largo viaje. ¿O pensáis que la fe es algo que se consigue rápido y fácilmente? Fijémonos en el calvario que tuvo que pasar la mujer por médicos y más médicos, y probar unas medicinas y otras, y sólo logró empeorar y gastar toda su fortuna. En esos momentos en que uno está hundido y no ve ninguna salida, desde el fondo del pozo en que uno se encuentra, se levanta la vista a Dios y se pone en El toda la confianza. Por el camino ha quedado el dinero, la dignidad, las seguridades, las razones, el orgullo, y es cuando nace y surge la humildad y la fe se hace más fuerte.
- Jesús. Me emociona un Jesús que se para y escucha a un padre angustiado.
Me emociona un Jesús que deja todo lo que tiene entre sus manos o en sus planes para ese día y acompaña a Jairo.
Me emociona un Jesús que se dirige a la mujer curada y le dice con infinita ternura y sensibilidad: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. Fijaros que la llama “hija”, lo cual indica amor, ternura y delicadeza. Le dice que está curada, pero por causa de su fe. Es decir, Jesús no se vanagloria de la curación y del milagro, ni la humilla, sino que le hace ver que el origen de la curación está en su fe. Y la deja marchar con salud y con paz: salud de sus flujos de sangre; paz con los médicos que le hicieron escarnios o la robaron, paz con los familiares y amigos que se hartaron de ella y le dieron de lado, paz con Dios contra el que pudo renegar en algún momento, paz consigo misma, pues ya puede descansar después de tantos años de interminables de sufrimiento.
Me emociona el ver a Jesús cómo sostiene a Jairo, cuando le comunican que su hija ya está muerta, y le dice: “No temas; basta que tengas fe”.
Me emociona Jesús, cuando sabe que va a resucitar a la niña, y no quiere público que le aclame ni le reconozca el milagro, sino que quiere hacerlo en la intimidad, pues a Jesús le importan los padres sufrientes y la niña, y no quedar bien ante la gente.
Me emocionan las palabras de Jesús, palabras de cariño y cercanía que Jesús tiene con la hija de Jairo: “Talitha, qumi”. ‘Niña, levántate’.
Me emociona cuando Jesús dice a los padres que le den de comer a la niña. Ese detalle sólo puede tenerlo alguien que tenga un amor maternal muy grande, pues Jesús está hasta en esas pequeñas-grandes cosas.
- La gente y los apóstoles. La gente apretuja a Jesús, pero sólo la mujer enferma lo toca. La gente apretuja a Jesús, pero sólo Jairo y la mujer se echan a sus pies humildemente. Mucha gente apretuja a Jesús, pero sólo nos queda el recuerdo de Jairo y la mujer.
Los apóstoles, tan acostumbrados a Jesús, deberían de haber intuido que, al preguntar El quién lo había tocado, se refería a algo más que los apretujamientos. Estar al lado de Jesús es estar atento, porque siempre con El se aprende algo nuevo, hay algo nuevo.
Los criados y las plañideras de Jairo ‘están pegados al suelo’. No merece la pena seguir con Jesús, pues la niña ha muerto, le dicen poco antes de llegar a la casa. Por lo visto, ni la ambulancia ni el médico llegaron a tiempo. Cuando Jesús dice de continuar y ver a la niña, pues está dormida, ellos se ríen y se mofan de Jesús. Miran las cosas con la nariz pegada a la pared. No tienen fe, no tiene confianza, no tienen humildad. Por eso, no reconocen a Dios y se ríen de Dios en la cara de Jesús. ¿Cómo habrán reaccionado al enterarse de la resurrección de la niña? ¿Habrán cambiado algo?
- Nosotros.
Señor, enséñanos a tocarte y no a apretujarte.
Señor, danos capacidad de asombro y de estar atento a tu palabra y a tu vida, pues tú siempre eres novedad para el mundo.
Señor, danos fe y humildad, como a Jairo y a la mujer enferma.
Señor, danos la paz y la salud, como a la mujer enferma.
Señor, haz que reconozcamos las palabras y gestos de ternura y de amor, que siempre tienes con nosotros.
AMEN

viernes, 19 de junio de 2009

Domingo XII del Tiempo Ordinario (A)

21-6-2009 DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO (B)
Job 38, 1.8-11; Sal. 106; 2 Co. 5, 14-17; Mc. 4, 35-41
Homilía de audio en MP3
Homilía de audio en WAV

Queridos hermanos:
Empezamos ya los “domingos verdes” o domingos del tiempo ordinario, que llegarán hasta finales de noviembre. El domingo pasado, festividad del ‘Corpus Christi’, os hablé sobre la adoración eucarística, aunque un poco por encima. ¡Se pueden decir tantas cosas de ella o en torno a ella!
Hoy quisiera seguir profundizando un poco en este tema de la adoración eucarística, pues quisiera “meteros ganas” y que tuvierais el “gusanillo” y, los que no la hacen, que empezaran con ella y, los que la hacen, que sigan con más ganas, pues la adoración eucarística es algo esencial en la vida de fe.
No es fácil ‘hacer’ adoración ante el sagrario. Mucha gente reza ante el sagrario, es decir, está delante del sagrario y reza el rosario, o reza una estación, o hace otros rezos. Hay gente que quiere ir un poco más allá de los ‘rezos’ y habla con Jesús, que está realmente en el sagrario, y le cuenta sus cosas. Pero mucha gente es inconstante y, finalmente, deja de lado esta adoración, o se aburre y no saca nada en claro ni avanza. Todo esto es normal que suceda y la solución contra ello es doble: 1) Ser fiel y continuar día tras día ante el sagrario. 2) Tener un guía espiritual que ayude, oriente, anime y discierna lo que está pasando en el interior del adorador.
Cuando una persona, a pesar de todos los pesares, continúa en adoración ante el Señor en el sagrario, en un determinado momento puede empezar a percibir algunos frutos en el momento de la adoración o en otro momento del día. Y de esto quería hablaros propiamente en el día de hoy: ¿Cuáles son los frutos de la adoración eucarística? Algunas advertencias: 1) Por supuesto, no agotaré todos los frutos que se pueden recibir del don y regalo de la adoración. 2) Los frutos de los que yo hablo aquí no son producidos por nuestro esfuerzo o diligencia, sino que son sobre todo un regalo de Dios. En efecto, nadie puede estar al lado de Dios y no quedar contagiado con las cualidades divinas. Lo mismo que nadie puede estar al lado del Maligno y no quedar contagiado de sus vicios y defectos. Bien, veamos algunos de estos frutos:
- Cuando uno está situado ante el Señor de una forma constante y diaria, la acción de Dios transforma al adorador. Así, éste percibe que la paz le va inundando poco a poco. Uno se vuelve más paciente consigo mismo, con los demás y con Dios. Uno ya no echa tantas cosas en cara a los demás ni a sí mismo. La paz de Dios transmite serenidad y sana poco a poco las heridas del pasado y del presente: tanto el dolor y sufrimiento que han hecho o hacen a uno como lo malo que uno ha hecho o hace a los demás o a sí mismo. Por otra parte, la paz del Señor nos quita las prisas y todo se vuelve calma y sosiego en nuestro interior. Una calma que no nos lleva al pasotismo o a la pereza, sino que nos hace más responsables de nuestras tareas y trabajos, pero con equilibrio y serenidad, ya que las prisas producen ira y hieren a los demás con palabras, con gestos, con acciones, con omisiones. Por lo tanto, cuando uno adora es regalado con la paz de Dios; la misma paz que El tiene nos es entregada.
- La adoración constante produce el fruto de la comprensión. Hay un refrán indio que dice que para, comprender a otra persona, hemos de ponernos sus propias zapatillas. Es decir, hemos de estar en su misma situación y, a lo mejor, descubriríamos que lo hacíamos mucho peor que él. Recuerdo que en una ocasión, siendo yo seminarista, discutí con un compañero (no recuerdo el motivo) y tuvimos unas palabras. Era por la tarde y hacia las 8 de la tarde yo hacía mi rato de adoración ante el sagrario. Normalmente yo estaba entonces una hora. La primera media hora me la pasé rememorando la conversación con el compañero y echándole en cara todos sus fallos y, cuanto más pensaba en ello, me veía con más razón. A la media hora sentí en mi espíritu una voz clara, y era de Dios. Yo estaba diciéndome: ‘porque él hizo esto, hizo lo otro, dijo así…’ Dios simplemente me dijo: “¿Y tú? Y en un instante me mostró tantas situaciones en las que yo había reaccionado igual o mucho peor que el otro seminarista y vi claramente cómo Dios en todas aquellas ocasiones había sido comprensivo conmigo y no me había echado nada en cara, ni me lo había restregado por las narices. La siguiente media hora de la adoración me la pasé pidiendo perdón a Dios y al salir tuve que ir a pedirle perdón al compañero por mis palabras duras, en el tono. Luego de haberlo hecho sentí una alegría inmensa. Vi que no era tan difícil pedir perdón y estaba dispuesto a pedir perdón a todo el mundo, pues el gozo que sentí era mayor y más grande que lo que yo había experimentado nunca antes.
- Todos nosotros estamos llenos de complejos o de miedos; complejos por nuestro carácter, por nuestro físico, o de miedos a ser ridiculizados, a no ser aceptados por los demás. Constantemente estamos como en una competición, y aprendemos la ley del engaño y del disimulo. En la adoración se nos quitan estos complejos y miedos. ¿Por qué? Porque descubrimos que Dios nos ama, nos quiere y acepta tal y como somos, PUES HA SIDO EL QUIEN NOS HA CREADO ASI. Uno tiene las piernas torcidas, es calvo, tiene barriga, tiene el trasero gordo, pronuncia mal las erres, se baba al hablar… ¿Qué más da todo ello? Si Dios te quiere y acepta así. Y entonces empieza uno a aceptarse también así. Con Dios y ante Dios comprendo que no tengo que ser el mejor, ni el más guapo, ni el más gracioso, ni el más listo. Dios me quiere así y me acepta así. Y además, siento que esto no son palabras bonitas; siento en lo más profundo de mi ser que es así. ¿Qué más da que los demás no me acepten, si me acepta Dios?
¿De qué o de quién voy a tener miedo, si Dios siempre está conmigo? Y uno canta con toda la fuerza de su ser el salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación. El Señor es la defensa de mi vida. ¿A quién temeré, quién me hará temblar?” Todo esto significa que la persona que adora y es tocada por el dedo de Dios es una persona que se acepta a sí misma y que acepta a los demás, porque Dios lo hace conmigo… y con los demás. Yo no soy más que otro, porque para Dios no soy más, pero tampoco soy menos. Soy quien soy, y el otro es quien es, y Dios ama, crea y acepta al otro y a mí.
- La persona que adora recibe el don de la humildad. Es uno de los mayores frutos de Dios. Esta humildad no proviene del hecho de que veamos claramente que yo no soy más que nadie y que todos somos iguales ante Dios. NO. El origen radical y profundo de la humildad es que la persona que adora y entra en contacto íntimo y profundo con Dios se da cuenta que Dios es todo y yo no soy nada; El es bueno y santo y yo soy pecador; El es poderoso y yo soy débil; El es la bondad absoluta y la generosidad total y yo soy egoísta e interesado; El es grande y yo soy pequeño; El ama de verdad y yo no, pues mi amor está demasiado contaminado de egoísmo. Esto que digo son palabras, pero, cuando uno experimenta todo esto de una manera misteriosa, pero real, uno se da cuenta (espiritualmente, no sólo racional o sensiblemente) de todo ello y desde ese momento considera a Dios como el Kyrios, el Señor.
La humildad regalada por Dios en la adoración produce en nosotros la confianza, ya que se experimenta la fidelidad eterna de Dios para con nosotros. Hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, dejemos de hacer o de decir lo que sea… Dios siempre estará con nosotros y no nos abandonará.
- La adoración produce en nosotros el aumento de fe en Dios, el gozo de saborear las cosas de Dios, como la lectura espiritual, los sacramentos recibidos.
- La adoración produce también un aumento de amor y una purificación de nuestro amor. Nadie sabe amar de verdad al marido, a la mujer, al novio o novia, a los hijos, a los amigos, a los feligreses, a los vecinos, al prójimo si antes no ha experimentado en sí mismo el amor que Dios le tiene. Es un amor sin condiciones, sin egoísmos, eterno, total, no excluyente. El que adora se siente amado por Dios y siente como él mismo ama, ya no con su amor, sino con el mismo amor que ha recibido de Dios. La gente que está alrededor de los santos se siente amada de un modo especial y único. ¿Por qué? Porque son amados por el mismo Dios a través del instrumento dócil que es el santo.
Termino diciendo que los frutos de la adoración son divinos (de origen divino) y, por lo tanto, son duraderos en el adorador. A que con todo esto que acabo de deciros, ¿da ganas de empezar y/o de no dejar nunca la adoración eucarística?

viernes, 12 de junio de 2009

Domingo del Corpus Christi (B)

14-6-2009 CORPUS CHRISTI (B)
Ex. 24, 3-8; Slm. 115; Hb. 9, 11-15 ; Mc. 14, 12-16.22-26
Homilía de audio en MP3
Homilía de audio en WAV


Queridos hermanos:
Celebramos hoy la festividad del Cuerpo y Sangre de Jesús. Nunca podremos agotar la riqueza que se encierra en este tesoro. Cada año os comento algún aspecto de la Eucaristía y hoy quisiera hablaros sobre la Adoración que debemos y podemos tributar al Santísimo Sacramento del altar, es decir, a Jesús mismo, que realmente está presente bajo las especies de pan y vino.
La adoración eucarística es el acto por el cual los católicos, antes de la Misa o después de ésta o en otros momentos, nos situamos ante el sagrario y establecemos una comunicación de amor con Jesús, el cual padeció, murió y resucitó por todos y cada uno de nosotros. Esta “comunicación” se realiza mediante la petición y la acción de gracias a Jesús Eucaristía, pero sobre todo mediante la escucha atenta y la contemplación del Amado: Contemplando a Jesús, el Amado, podemos contemplar también al Padre y al Espíritu Santo. Escuchando a Jesús, el Amado, podemos escuchar también al Padre, al Espíritu Santo, a María, a la Iglesia y a todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos. En efecto, el sagrario es la puerta cósmica que nos pone en contacto con Dios y con todos los hombres: presentes, pasados y futuros, y también con toda la creación.
Esta contemplación y adoración se ha de realizar en el mayor silencio posible, tanto exterior como interior. El silencio es el esposo de la adoración
. Contemplar y adorar es establecerse intuitivamente en la realidad divina y gozar de su presencia. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad; en la contemplación y en la adoración, en cambio, el goce la Verdad encontrada. Un buen ejemplo de esta adoración eucarística la tenía aquel campesino de la parroquia de Ars, que pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con su mirada fija en el sagrario y cuando el santo cura de Ars le preguntó que qué hacía así todo el día, respondió: ‘Nada, yo lo miro a él y él me mira a mí’. Ante el sagrario son siempre dos miradas las que se encuentran: nuestra mirada sobre Dios y la mirada de Dios sobre nosotros. Si a veces se baja nuestra mirada o desaparece, nunca ocurre lo mismo con la mirada de Dios. La contemplación eucarística es reducida, en alguna ocasión, a hacerle compañía a Jesús simplemente, a estar bajo su mirada, dándole la alegría de contemplarnos a nosotros que, a pesar de ser criaturas insignificantes y pecadoras, somos, sin embargo, el fruto de su pasión, aquellos por los que dio su vida.
La adoración eucarística no es impedida de por sí por la aridez que a veces se puede experimentar, ya sea debido a nuestra disipación o sea en cambio permitida por Dios para nuestra purificación. Basta darle a ésta un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción derivante del fervor, para hacerle feliz a Él y decir, con palabras de Charles de Foucauld: ‘Tu felicidad, Jesús, me basta’; es decir, me basta que tú seas feliz. A veces nuestra adoración eucarística puede parecer una pérdida de tiempo pura y simplemente, un mirar sin ver, pero, en cambio, ¡cuánto testimonio encierra! Jesús sabe que podríamos marcharnos y hacer cientos de cosas mucho más gratificantes, mientras permanecemos allí quemando nuestro tiempo, perdiéndolo ‘miserablemente’.
La adoración es anticipo de lo que haremos por siempre en el cielo. Al final de los tiempos ya cesará la consagración y la comunión eucarísticas; pero nunca se acabará la contemplación del Cordero inmolado por nosotros. Esto, en efecto, es lo que hacen los santos en el cielo (Ap.5, 1ss.). Cuando estamos ante el sagrario, formamos ya un único coro con la Iglesia de lo alto: ellos delante y nosotros, por decirlo así, detrás del altar; ellos en la visión, nosotros en la fe. En el libro del Éxodo leemos que cuando Moisés bajó del monte Sinaí no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con Él (Ex 34,29). Quizás nos suceda también a nosotros que, volviendo entre los hermanos después de esos momentos, alguien vea que nuestro rostro se ha hecho radiante, porque hemos contemplado al Señor. Y éste será el más hermoso don que nosotros podremos ofrecerles.
A continuación quisiera apuntaros aquí algunos testimonios de personas que adoran a Jesús ante el sagrario y lo que sucede:
- Una madre de tres niños pequeños que adora a Jesús ante el sagrario le preguntaros si no era lo mismo rezar en su casa que llegarse hasta el Santísimo expuesto, respondió: ‘No, no es lo mismo; realmente no es lo mismo. Es verdad que el Señor está en todas partes, que le podemos descubrir en el rostro de todos los que nos rodean, que vemos su mano en todo lo que nos pasa, nos acontece y lo que vemos, pero el ponerse delante de su presencia es algo realmente especial. En este mundo en que vivimos, me parece escuchar a Jesús como dijo entonces: las raposas tienen su madriguera y las aves del campo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar, donde reclinar su cabeza. Pues creo que eso es la Adoración. El decir, pues, aquí estoy yo: reclina tu cabeza sobre mí’.
- Un matrimonio que hace la adoración conjuntamente dice que ‘estábamos alejados de nuestra fe por el ajetreo de la vida. La adoración nos está sirviendo para unirnos más, retomar la fe que teníamos adormecida, centrar nuestra oración y sobre todo es una experiencia de recogimiento muy intensa con el Señor’.
- Una señora nos dice: ‘Soy creyente y practicante de toda la vida, pero las visitas a la capilla me ha hecho ver que lo era por costumbre, por tradición, pero que no había experimentado la ternura y el amor misericordioso de Dios en mí. Yo no le había dejado; me había limitado a cumplir sus normas. Ahora desde que hago adoración diaria ante el sagrario, mi fe se ha enardecido. Sobre todo para mí ver siempre la capilla con gente, me llena de gozo. ¡¡¡Gracias por este regalo, Señor!!!’
- ‘Soy empresaria; tengo 38 años y una vida siempre muy ocupada. Muchas veces no tengo tiempo de hacer todo lo que querría hacer y, sin embargo, una hora semanal de adoración para el Señor me la he regalado. Mi fe era vacilante, sino inexistente. Desde cuando comencé a participar en la hora de adoración eucarística algo ha cambiado, yo misma he cambiado y en torno a mí muchos han cambiado. No puedo expresar en pocas palabras lo que pruebo permaneciendo en silencio sola con el Señor. He elegido mi hora en la noche tarde, y la alegría y la paz que encuentro estando ante su Presencia no tienen parangón. La luz que he encontrado así, siento que es importante y necesaria en mi vida de cristiana y estoy convencida que no podría dejarla más’.
Alguien puede preguntar: ¿Cómo hay que hacer para adorar? Esto es tema de otro día, pero hoy apunto dos cosas muy breves: 1) A adorar se aprende adorando. 2) Es necesaria la constancia. Todos los días un poco. El Espíritu os irá enseñando.

viernes, 5 de junio de 2009

Domingo de la Santísima Trinidad (B)

7-6-2009 SANTISIMA TRINIDAD (B)
Dt. 4, 32-34.39-40; Slm. 32; Rm. 8, 14-17; Mt. 28, 16-20
Queridos hermanos:
Celebramos en el día de hoy la festividad de la Santísima Trinidad. Es la celebración que sigue siempre al domingo de Pentecostés y la Iglesia dedica este día a orar y a tener presente a todas las vocaciones a la vida contemplativa: monjes y monjas.
Carlos de Foucauld fue un noble francés que murió el siglo pasado. En la adolescencia perdió la fe. Siguió la carrera militar y estando en el norte de África se encuentra con la fe en Alá. El testimonio de fe de los musulmanes despierta en él un cuestionamiento sobre Dios: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. En efecto, Carlos de Foucauld buscaba la Verdad de su vida y no sabía dónde hallarla. Durante un tiempo se sintió atraído hacia el islamismo. Incluso llegó a estudiar árabe y a leer el Corán. “El islamismo me agrada mucho por su sencillez: sencillez de dogma, sencillez de jerarquía, sencillez de moral”. Sin embargo, Carlos se fue dando cuenta que no estaba allí la Verdad plena que él buscaba. ¿Por qué? Porque no había hombres y mujeres, jóvenes o adultos, dedicados totalmente a Dios. Es decir, no había vida consagrada. No había contemplativos. “Yo veía claramente que el Islam carece de fundamento y que la verdad no está en él. ¿Por qué? Porque el fundamento del amor, de la adoración, es perderse, abismarse en lo que se ama y mirar todo lo demás como nada… Cuando se ama apasionadamente, se separa uno de todo lo que pueda distraer, siquiera un minuto del ser amado, y se arroja y se pierde totalmente en él”. ¿Es posible que no haya nadie, absolutamente nadie, que se entregue al Señor totalmente, en cuerpo y alma? Y Carlos resolvió seguir buscando. Un día encontró esos hombres y mujeres en la Iglesia Católica.
Este fue el camino de fe, a grandes rasgos, recorrido por Carlos de Foucauld[1].