miércoles, 31 de julio de 2013

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (C)

4-8-2013                     DOMINGO XVIII TIEMPO ORDINARIO (C)
                            Ecl. 1,2;2,21-23; Slm. 89; Col. 3,1-5.9-11; Lc. 12,13-21
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            Jesús se fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en un hombre, en un profeta y en un maestro que era referente para toda la gente de Israel: le presentaban enfermos para que los curase, escuchaban sus palabras, le preguntaban todas las dudas, le pedían que les enseñase a orar, y también (como hoy) le pedían que intermediara en problemas de familiares (Marta y María, y en casos de herencias). Como veis, estos problemas de las herencias no suceden sólo ahora, sino que ya hace 2000 años también estaban presentes. Vamos a analizar el caso y veremos las enseñanzas que Jesús deseaba que aprendieran los que le escucharon entonces, pero que igualmente nosotros hoy día podemos y debemos aprender de Él.
            Por lo visto, unos padres murieron. Estos padres tenían dos hijos y ambos debían heredar, bien fuera mitad por mitad, bien fuera un porcentaje uno y otro porcentaje distinto el otro hijo. Pero parecer ser que uno de los hijos se quedó con toda la herencia y no quería dar nada a su hermano. Por eso, el hermano al que no se le había dado su parte se quejó a Jesús diciendo: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Jesús, al conocer el caso, podía haber adoptado dos posiciones: 1) ‘¡Qué razón tiene este hombre y tengo que hacer lo posible para que el hermano le entregue, en justicia, lo que es suyo y lo que los padres les dejaron para ambos’. Esto es lo que todos esperábamos que hiciera Jesús: que diera a cada uno lo suyo, pues eso era lo justo. 2) También es cierto que Jesús podía haber dicho: ‘¡Ay, ay, ay! A mí no me metáis en líos de dinero. Yo sólo estoy para las cosas espirituales y de Dios. Paisano, vete al juzgado y denuncia los hechos, y que el juez te dé lo que te corresponde por testamento (si lo hay) o por ley’. Bueno, en este caso podríamos haber dicho que Jesús se había lavado las manos, aunque era correcto el consejo que le daba.
Sin embargo, Jesús no dijo ni lo primero ni lo segundo. Jesús dijo otra cosa que desconcertó entonces al que pedía su parte de la herencia y a los que escucharon sus palabras. En efecto, dijo Jesús: “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?” Ésta parece que es la segunda respuesta, es decir, que Jesús se desentendía de aquel lío, pero, y aquí está lo importante, añadió: Guardaros de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y Jesús termina el evangelio diciendo que no hay que amasar riquezas para sí, sino ser rico ante Dios. Vamos a profundizar en estas palabras de Jesús:
            1) Lo peor del caso que presentan a Jesús no es que un hermano robe a otro lo que en justicia le debe. NO. Lo peor es que el hermano que se quedó con toda la herencia puso por encima del amor a su hermano, por encima de la voluntad de sus padres, por encima de lo que era justo…, puso su codicia y su amor y apego a las cosas materiales por encima de todo lo demás: Para este hombre eran más importante las cosas materiales que su hermano, las cosas materiales que sus padres, las cosas materiales que la justicia, las cosas materiales que la mala fama que pudiera tener por su comportamiento ante sus vecinos y conocidos, las cosas materiales que la voluntad de Dios.
            2) Pero Jesús también vio en el hermano que se había quedado sin nada, además de la injusticia que le había hecho su hermano de sangre, que en su corazón también había: a) codicia de las cosas materiales, b) rencor y odio contra su hermano, y c) un deseo de utilizar lo más sagrado (la mediación de Jesús y de Dios) para conseguir sus fines y objetivos. Y sus fines eran recobrar las cosas que eran suyas, acrecentar la mala fama de su hermano, y vencer a su hermano y humillarlo cuando tuviera que repartir a la fuerza con él la herencia. Todo esto lo observó Jesús. Por eso dijo refiriéndose a los dos hermanos (al que se había quedado con todo y al que se había quedado sin nada), pero también refiriéndose a todos los que escuchaban sus palabras: “Guardaros de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”.
            3) Todos hemos nacido desnudos y sin poseer nada. Todos moriremos desnudos (bien porque al incinerarnos nos quemen la ropa o mortaja que nos pongan al morir, bien porque esa ropa no nos sirva de nada en la sepultura) y sin podernos llevar nada para allá. Mirad el ejemplo de los faraones: Amontonaban riquezas, se las metían todas en sus tumbas y pirámides hasta que, con el paso del tiempo, se las fueron robando. Por eso, dice la primera lectura: “Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado”. Tantas veces he sido testigo de dinero y bienes logrados por una familia o unos padres, para que los descendientes lo dilapiden en unos pocos años. Por ello, no nos agotemos a ganar y acaparar bienes materiales, pues nuestra vida eterna no depende de nuestros bienes y lo que importa es ser rico ante Dios y no ante los demás.
En el accidente ferroviario de Santiago de Compostela murieron 79 personas. Cada uno tenía sus estudios, sus ilusiones, sus bienes materiales…, pero nada de eso les sirve ahora. Fueron llamados por la muerte cuando menos lo esperaban. Ahora sólo les importa si eran ricos ante Dios y no ante sí mismos o ante los demás. Por eso, en la segunda lectura se nos dice a todos: “Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra […] No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del hombre viejo, con sus obras, y revestíos del nuevo”.
4) La codicia es el deseo obsesivo e irrefrenable de tener cosas materiales y que éstas sean lo principal en la vida. Se aman las cosas con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser y con toda el alma. Por eso, la codicia, como dice la segunda lectura, es una idolatría, o sea, un falso Dios, que produce frutos terribles: ira y rencillas entre los hombres: Necesitamos comer, vestidos, vivienda, descanso, cultura, etc., pero muchas veces queremos más cosas y por las cosas nos peleamos: recuerdo que supe el caso de una mujer que hace unos años se enfadó porque se repartió un plus de productividad en su empresa y a otros se lo dieron y a ella no. Tenía toda la razón, humanamente hablando, pero la codicia le hizo mirar mal, a partir de entonces, a los compañeros, a los jefes, no dormir, murmurar, trabajar a disgusto, etc. O también tenemos ejemplos de tantas familias rotas por las herencias. Envidia: la persona que es poseída por la codicia siente envidia de otras personas que tienen cosas materiales, o se enfadan con otras personas que se las pueden quitar. Ansiedad, nerviosismo y falta de paz: Se desea un coche mejor, una casa mejor, un abrigo mejor, una bicicleta mejor. Se desea más dinero, por eso se trabaja más horas, se juega a juegos de azar y se procura no gastar y que otros gasten para uno (caso de mi prima y su pretendido novio). El corazón de uno lo ocupan las cosas, nunca se tiene bastante y roban la paz de nuestro ser. Afecta a las relaciones familiares y a la educación de los hijos: Por ejemplo, la codicia produce que un padre o una madre no puedan tratar mucho con sus hijos ni los eduquen por estar más pendientes de sus trabajos, de sus éxitos profesionales, de conseguir más bienes materiales que… de sus hijos. Supe de un caso en que un padre reñía a su hijo en medio de una discusión: ‘Todo el día traba­jando para traerte cosas y así me lo pagas’. Y el hijo contestaba: ‘Eso; tú me has dado cosas: ropas, moto, viajes, etc., pero no me has dado cariño. Cuando yo tenía problemas o quería jugar contigo, tú nunca tenías tiempo’. La codicia endurece el corazón del hombre contra el hombre. La codicia también produce alejamiento de Dios: ‘Trabajo toda la semana y, para un día que puedo dormir, no voy a ir a Misa; además, para ser un buen cristiano no hace falta ir a Misa’. Y éste, que es ‘buen cristiano’, no tiene tiempo para Dios, para escuchar su Pala­bra, para rezarle, para estar con otros cristianos. Ya lo dice Jesús: "No se puede servir a Dios y al dinero. Porque se aborre­cerá a uno y se amará al otro". Dice Jesús: Quien ama al dinero, a las cosas, aborrece a Dios.

            Para terminar os voy a dar dos buenos remedios contra la codicia, son unos remedios infalibles: * Haced pocos gastos superfluos y evitaréis rodearos de tantos ‘cacharritos’: cosas innecesarias. * Dad limosnas y así seréis ricos para Dios, aunque al final de la vida tengáis menos cosas materiales de vuestra propiedad. 

jueves, 25 de julio de 2013

Domingo XVII del Tiempo Ordinario (C)



28-7-2013                   DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO (C)
                                  Gn. 18, 20-32; Slm. 137; Col. 2, 12-14; Lc.11, 1-13

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            En el evangelio de hoy hemos escuchado el ‘Padre nuestro’, según la versión de san Lucas. Hay dos versiones en los evangelios: la de san Lucas y la de san Mateo. La que nosotros hemos aprendido en el catecismo y oramos habitualmente es la de san Mateo, que es la más larga.
            Vamos a reflexionar sobre esta bellísima oración, que Jesús mismo enseñó a sus discípulos cuando éstos le pidieron que les instruyera en la comunicación con Dios. Sí, los apóstoles de Jesús fueron testigos de que Él estaba siempre orando. Le valía cualquier lugar y cualquier momento para ponerse ante Dios y hablar con Él, pero sobre todo para que Él le hablase. Tratemos de llegar al corazón de Dios Padre y de Dios Hijo a través de estas palabras que proceden de lo más íntimo del Dios Trinitario:
            - “Padre”. Al empezar la oración los apóstoles pensaban que Jesús iba a mandarles que dijeran: ‘Dios’, o ‘Creador’, o ‘Todopoderoso’. Sin embargo, Jesús les indicó que dijeran ‘Padre’. Sí, Padre, Padre mío y Padre de todos, Padre de los hombres que conozco y de los que no conoz­co... Padre de mis amigos y de mis enemigos. Jesús utilizaba otro término para dirigirse a Dios. Usaba la palabra que decían los niños para referirse a su padre: ‘Abbá’, que significa algo así como ‘papá’, o ‘papaíto’. Esta forma de dirigirse a Dios escandalizó a los fariseos y a otros judíos. Esto llamó la atención a sus discípulos, pero era la palabra usada por Jesús: ‘Abbá’. Jesús se dio cuenta que muchos judíos fervorosos y creyentes tenían miedo de Dios, o lo veían como alguien muy lejano. Pero Él no. Para Jesús Dios es era su papaíto querido. Y esto quiere metérselo en la cabeza de sus discípulos y les dice aquellas maravillosas palabras que acabamos de escuchar: ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden? Hay gente que me dice: ‘Tengo miedo de decir que se haga su voluntad, porque quizás su voluntad es que me salga un cáncer o me paso algo malo, a mí o a los míos’. Ésta es una falsa imagen de Dios. Dios no es así. Dios es nuestro Padre, nuestro papá.
            - “Santificado sea tu nombre”. 1) Cuando decimos que sea santificado su Nombre, no lo decimos en el sentido de que nosotros podamos santificar a Dios con oraciones. No. Lo que decimos es que su Nombre sea santificado en nosotros. ¿Quién podría santificar al que es la fuente de toda santidad? Ya lo decimos en la Santa Misa: “Santo, santo, santo es el Señor…”. Él es el tres veces santo. 2) Cuando decimos que sea santificado su Nombre, estamos pidiendo que su honor y su gloria sean lo primero y que estén sobre toda otra cosa. Además, la santidad de Dios implica la santidad del hombre, pues el Dios Santo hace que nosotros seamos “santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef. 1, 4). La santidad que el hombre tenía al inicio de la creación, pues fuimos creados a su imagen y semejanza (Gn. 1, 26), se perdió con el pecado original. A partir de aquí, la acción de Dios es procurar que el hombre recobre la santidad perdida, porque habíamos sido destinados “desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm. 8, 29). Así, Dios nos da la tarea de ser santos y este mandato está en diversas partes de la Biblia: En el Levítico: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo” (Lv. 19, 2); también se dice en el evangelio de Mateo: “Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48). Y esto necesitamos pedirlo cada día, pues es tarea de cada hombre, de todos los hombres, pero sobre todo es don y regalo de Dios, que hemos de suplicar insistentemente. Sí, la santidad es más don y regalo de Dios que tarea nuestra. 3) Cuando pedimos que sea santificado el Nombre de Dios, estamos pidiendo que sea santificado en nosotros, que estamos con Él o queremos estarlo. Pero también pedimos que su Nombre sea santificado en todos aquellos que aún no lo conocen o, conociéndole, le rechazan. Por eso, esta petición nos impulsa y nos obliga a orar por todos, incluso por nuestros enemigos. Por tanto, pedimos que su Nombre sea santificado en todos los hombres, amigos y enemigos, los de cerca y los de lejos, los de arriba y los de abajo, los simpáticos y los antipáticos…, pues todos ellos son hijos de Dios y la llamada a la santidad es para todos.
            -  “Venga tu reino”. Cuando pedimos que venga el Reino de Dios a nosotros, estamos pidiendo en definitiva que el mismo Jesús venga. Así, lo suplicamos en la Santa Misa, tras las palabras de la Consagración Eucarística: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN SEÑOR JESÚS”. Cuando tenemos con nosotros al Rey, entonces tenemos el Reino y todas sus cualidades y valores.
Pedir que venga su reino, significa que haya entre nosotros justicia, verdad, libertad, paz, etc. Pero estas cosas nos las entrega Dios si nosotros a la vez luchamos por ellas, si nos esforzamos por ellas. ¿De qué me sirve que yo pida a Dios que me hagan justi­cia en la fábrica, en mi trabajo, si yo después no soy justo con mis amigos y con mi familia? Hace años había un hombre en Gijón que uno criticaba a todos por hacer las cosas mal (políticos, compañeros de trabajo, vecinos, familiares…). Esto era por la mañana y por la tarde estaba borracho como una cuba haciendo sufrir a la mujer y a los hijos.
- “Danos cada día nuestro pan del mañana”. Hemos de pedir el pan de cada día, el pan del alimento del cuerpo (¡qué angustia no tener para comer y para dar de comer a los míos!, y hay mujeres que se están prostituyendo para dar de comer a sus hijos) y el pan del alimento del espíritu. Esta petición y la responsabilidad que implica sirven, además, para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: “No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt. 8, 3; Mt. 4, 4), es decir, de su Palabra y de su Espíritu. Los cristianos debemos movilizar todos nuestros esfuerzos para anunciar el Evangelio a los que tienen hambre de Dios. Hay hambre sobre la tierra, “mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am. 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cf. Jn. 6, 26-58).
Y a propósito de esto, hace tiempo me encontré con este texto: ¿POR QUÉ IR A MISA? Una persona que siempre iba a misa, escribió una carta al director de un periódico quejándose de que no tenia ningún sentido ir a misa todos los domingos. ‘He ido a la Iglesia por 30 años, escribía, en ese tiempo he escuchado algo así como unos 3000 sermones. Pero juro por mi vida, que no puedo recordar uno solo de ellos. Por eso pienso que estoy perdiendo mi tiempo y los sacerdotes están perdiendo su tiempo dando sermones’. Para al deleite del director, esto empezó una verdadera controversia en la columna de ‘Cartas al Director’. Esto continuó durante semanas hasta que alguien escribió esta nota: ‘He estado casado por 30 años. Durante ese tiempo mi esposa me ha cocinado unas 32000 comidas. Pero juro por mi vida, que no puedo recordar el menú entero de todas esas comidas. Pero sé una cosa: Esas comidas me nutrieron y me dieron la fuerza necesaria para hacer mi trabajo. Si mi esposa no me hubiera dado todas esas comidas, estaría físicamente muerto hoy. Igualmente, si no hubiera ido a la iglesia para nutrirme, ¡estaría espiritualmente muerto hoy!  Cuando tú no estás en nada.... ¡Dios si está en algo!  ¡La fe ve lo invisible, cree lo increíble y recibe lo imposible! Da gracias a Dios por nuestra nutrición física y simplemente di: Jesús, ¿podrías atender la puerta, por favor? Creo en Dios como un ciego cree en el sol, no porque lo ve, sino porque lo siente’”.
            Lo siento, se me acabó el tiempo y el espacio de esta homilía. Para otro domingo explicaré las dos peticiones que faltan del ‘Padre nuestro’:
            - “Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo”.
            - “No nos dejes caer en la tentación”.

jueves, 18 de julio de 2013

Domingo XVI del Tiempo Ordinario (C)



21-7-2013                   DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO (C)
                                 Gn. 18, 1-10a; Slm. 14; Col. 1, 24-28; Lc.10, 38-42

Homilía del Domingo XVI del Tiempo Ordinario (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:
            El evangelio de hoy nos habla de las dos hermanas de Lázaro, amigo de Jesús. Estas dos hermanas eran Marta y María. Hace tiempo, en una homilía me fijé en Marta, pero hoy voy a hacerlo en María. Dice el evangelio que Jesús llegó a casa de los tres hermanos y María, “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
            En la homilía de hoy quisiera hablaros de la escucha. Para ello, vamos a imaginar que estamos subiendo una escalera. Tenemos que ir subiendo escalón a escalón.
            Primer escalón. Hay que distinguir entre oír y escuchar. Hace un tiempo sucedió esto: “La profesora de una pequeña escuela se dio cuenta de que un alumno no estaba escuchando. Estaba muy perezoso, nervioso, inquieto. Así que le preguntó: ‘¿Por qué? ¿Tienes algún problema? ¿Tienes alguna dificultad? ¿Eres capaz de oírme?’ El chico respondió: ‘Oír es fácil; escuchar es el problema’”. En efecto, oír es percibir las vibraciones del sonido. Nuestro sentido auditivo nos permite percibir los sonidos en mayor y menor medida. Oír es algo pasivo. Sin embargo, escuchar es la capacidad de captar, atender e interpretar la totalidad del mensaje del interlocutor a través de la comunicación verbal, del tono de la voz y del lenguaje corporal. Escuchar es acoger, deducir, comprender y dar sentido a lo que se oye. Para oír necesitamos sólo la oreja y el oído. Para escuchar necesitamos el oído, nuestros ojos, nuestra mente, nuestro corazón, nuestro cuerpo entero, que dicen: ‘Sí, lo que estás hablando me interesa, porque me importas tú’. Desde esta perspectiva tenemos que concluir que muchas veces oímos, pero no escuchamos, y que muchas veces nos oyen, pero no nos escuchan.
            Segundo escalón. “La fe nace de la predicación” (Rm. 10, 17) y de la escucha. Lo expresaba muy bien san Pablo en la carta a los romanos: “Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿como invocarlo sin creer en él? ¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: ‘¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!’” (Rm. 10, 13-15). Sí, es totalmente necesario que venga alguien a nosotros de parte de Dios para que nos hable de Él. El lunes estuve haciendo dirección espiritual con una persona que me decía: ‘Andrés, necesito que me hablen de Dios’. Cuando tenemos la suerte de que existe ese alguien que nos habla de Dios y de parte de Dios, entonces es cuando nosotros hemos de hacer nuestra parte: nuestra parte no es simplemente oír, sino ESCUCHAR. Así nos lo aconsejan los profetas: “Escuchad la Palabra de Dios” (Jr. 7, 2; Am. 3, 1); y los sabios: “Escucha, hijo mío” (Prov. 1, 8); y Dios mismo a su pueblo. “Escucha, oh Israel” (Dt. 6, 4); y el mismo Jesús no exhorta a escuchar: “¡Escuchad!” (Mc. 4, 3). Por la escucha, que implica acogida, interiorización, comprensión, aplicar la Palabra a nuestra vida, digo que por esta escucha de Dios y de su Palabra nacerá en nosotros la fe en Dios y el amor a Dios y a los hombres. Hacia 1997 fui a celebrar una Misa cerca de Avilés y hablaba a los niños y les hacía preguntas. De repente, un niño de unos 7 años dijo algo que no tenía nada que ver con lo que estábamos hablando en la homilía. Dijo el niño: ‘Mi hermano no quiere venir a Misa porque se aburre’. Todos en la iglesia quedamos cortados. Entonces yo le pregunté al niño. ‘Y tú, ¿no te aburres?’ A lo que el niño contestó: ‘No, porque yo atiendo’. Fue una respuesta preciosa. ‘Atiendo’, o lo que es lo mismo ‘escucho’. Lo que el niño aquel quiso decir fue esto: ‘Atiendo y por eso entiendo. Escucho y entiendo, y por eso no me aburro’.
            Tercer peldaño. El hombre no escucha al hombre; el hombre no escucha a Dios. Hace ya unos años vi una película argentina titulada ‘la novia de mi padre’. El argumento básicamente consistía en que un hombre convivió maritalmente con una mujer de la que tuvo un hijo. Esta mujer siempre había querido casarse por la iglesia, y de hecho había comprado un vestido blanco para la ocasión, pero el hombre se negó siempre. Años más tarde, siendo los dos mayores, y teniendo la mujer alzheimer, quiso este hombre darle una alegría a la mujer y casarse por la Iglesia. La película narra todas las peripecias para lograr esto, pero, cuando finalmente lo logra, la mujer quiere marcharse de la ceremonia, pues no entiende nada debido a su enfermedad. Yo al terminar la película me hice esta pregunta: ‘¡Hombre, ¿por qué no escuchaste y acogiste años antes los deseos y anhelos de tu compañera? ¿Por qué sólo oíste (no escuchaste) lo que te decía ella y sólo pensaste en tu conveniencia?’ Este hecho puede ser trasladado a tantas situaciones humanas en que no escuchamos a los otros o no nos escuchan los otros.
            También los hombres somos sordos a las Palabras de Dios. En tantas ocasiones Dios ha estado y está a nuestra vera para hablarnos, para abrazarnos, para guiarnos… y en tantas ocasiones rechazamos sus manos y sus Palabras. Ya conocéis la poesía de Lope de Vega:
‘¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!’
            Cuarto peldaño. Para escuchar hay que hacer silencio: silencio de los ruidos exteriores, silencio de los ruidos interiores. Los ruidos a los que me refiero no son sólo los sonidos que entran por el oído, sino también todas aquellas preocupaciones, deseos, iras, rencores, cosas materiales que anhelamos, amores y desamores, soberbia, miedos… En fin, todo ello impide, en tantas ocasiones, que escuchemos la voz del Señor (y de los hombres que nos rodean). Así, Jesús nos dice: “Por eso os digo: No os inquietéis por vuestra vida, pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? […] Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No os inquietéis por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le bastan sus disgustos” (Mt. 6, 25.33-34). En definitiva, confianza en Dios para que haya silencio en nuestro interior y así podamos escuchar a los otros y a Dios.
Rellano. Antes de subir otros peldaños. Ahora sí; ahora, después de haber asimilado todo lo anterior, podremos, junto con María, la hermana de Marta, sentarnos a los pies de Jesús y escuchar su Palabra. Y entonces el Señor dirá de nosotros, como dijo de María antes: “María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.
            EN OTRA OCASIÓN HABLARÉ DE CÓMO DIOS SÍ QUE ESCUCHA AL HOMBRE.

jueves, 11 de julio de 2013

Domingo XV del Tiempo Ordinario (C)



14-7-2013                   DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO (C)
                                          Dt. 30, 10-14; Slm.68; Col. 1, 15-20; Lc. 10, 25-37

Homilía del Domingo XV del Tiempo Ordinario (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            La pregunta que hoy, en el evangelio, le hacen a Jesús es muy importante y se la debemos de hacer también nosotros: “¿Qué tenemos que hacer para heredar la vida eterna, para ir al cielo?” Fijaros cómo terminaba el evangelio del domingo pasado. Jesús les decía a sus discípulos: Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. Pero, ¿qué es el cielo? ¡Vaya pregunta!
            - Voy a contaros un cuento (algunos de vosotros ya lo conocéis), que nos pueda ayudar a aproximarnos a esta realidad tan lejana, tan irreal y tan teórica para la mayoría de nosotros. “En aquel tiempo, un discípulo preguntó a su maestro. –Maestro, ¡cuál es la diferencia entre el cielo y el infierno? Y el maestro respondió: -Es muy pequeña, y sin embargo de grandes consecuencias. Vi un gran monte de arroz cocido, listo para comer. A su alrededor había muchos hombres casi a punto de morir de hambre. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en las manos unos palillos de dos o tres metros de longitud. Es verdad que podían coger el arroz, pero no conseguían llevárselo a la boca, porque los palillos eran demasiado largos. De este modo, hambrientos y moribundos, juntos pero solitarios, permanecían padeciendo un hambre eterna delante de una abundancia inagotable. Y eso era el Infierno.
Vi otro gran monte de arroz cocido y preparado como alimento. Alrededor había muchos hombres, hambrientos pero llenos de vitalidad. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en las manos unos palillos de dos o tres metros de longitud. Llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevárselo a la boca, porque los palillos eran demasiado largos. Pero, en vez de utilizar los largos palillos para llevarse el arroz a su propia boca, los usaban para servirse unos a otros. Y así aplacaban su hambre insaciable en una gran comunión fraterna, cercana y solidaria, gozando a manos llenas de los hombres y de las cosas, en casa. Y eso era el Cielo.
Ahí va otro cuento: “Se encontraba una familia de cinco personas pasando el día en la playa. Los niños estaban haciendo castillos de arena junto al agua cuando, a lo lejos, apareció una anciana, con sus canosos cabellos al viento y sus vestidos sucios y harapientos, que decía algo entre dientes mientras recogía cosas del suelo y las introducía en una bolsa. Los padres llamaron junto a sí a los niños y les dijeron que no se acercaran a la anciana. Cuando ésta pasó junto a ellos, inclinándose una y otra vez para recoger cosas del suelo, dirigió una sonrisa a la familia. Pero no le devolvieron el saludo. Muchas semanas más tarde supieron que la anciana llevaba toda su vida limpiando la playa de cristales para que los niños no se hirieran los pies”.
Ante todo hemos de tener muy claro que ganar el cielo, entrar en el cielo o el cielo mismo es una idéntica cosa. Sí, en una gran medida quien quiere entrar en el cielo y, aquí y ahora, hace por ello, esa persona ya está en el cielo y eso mismo que hace es el cielo. Lo que acabo de decir parece un trabalenguas; voy a ver si me explico mejor: 1) Al cielo no se llega únicamente después de que hayamos muerto físicamente. 2) Aquí, en la tierra y en esta vida mortal, ya podemos tener un anticipo del cielo (y del infierno). 3) En la medida en que vivamos y realicemos los valores que esperemos encontrar en el cielo, en esa misma medida ya estaremos gozando del cielo y construyendo el cielo. 4) El cielo es obra de Dios. Sí, pero también es obra nuestra. Nosotros podemos ser ‘concreadores’ del cielo.
Vamos a aplicar estas ideas al cuento de la anciana: La anciana no pensaba en sí, sino en aquellos niños que no eran de su familia, que la miraban suspicaz y sospechosamente, pero eso no apartaba a la anciana de seguir agachándose y limpiando la playa de cristales y otros objetos punzantes que pudiesen lastimar los pies de los niños. Esta anciana había descubierto en sí un amor y ternura hacia los niños, hacia todos los niños, y se esforzaba por cuidar la arena de la playa, aunque nadie se lo agradeciera. Para entrar en el cielo esta anciana se olvidaba de sí, cuidaba de los más indefensos (los niños), no buscaba ningún agradecimiento y no le echaba para atrás la incomprensión que encontraba en los propios niños o en sus padres. Ese amor hacia los niños y el trabajo desinteresado que hacía por ellos era su cielo y al mismo tiempo le ayudaba y le servía para ganar el cielo y para entrar en el cielo.
De la misma manera sucede con el cuento del arroz y de los palillos largos, cuando se pensaba en dar de comer primero al otro sin importar la propia hambre, esto producía frutos abundantes: 1) Ausencia de egoísmo. 2) Ausencia de hambre sin saciar. 3) Un clima de alegría y de cariño mutuo. Estos frutos son propios del cielo.
Jesús nos narra en el evangelio de hoy el cuento o parábola del buen samaritano, que viene a subrayar lo dicho un poco más arriba. Se pueden contar infinidad de cuentos o parábolas para ilustrar, no sólo cómo llegar al cielo, sino qué es el cielo.
- Pero, si nos quedáramos aquí, parecería todo muy bonito, pero estaría terriblemente incompleto. ¿Qué es lo que falta? Lo que falta es el ‘motor del cielo’. Y ese Motor sólo puede ser Dios. Ya lo decía Jesús, todo lo bueno que hay en el mundo y en el hombre procede de Dios[1]. Si esto es así (y no nos cabe la menor duda a todos los que tenemos experiencia de Dios), entonces el hombre que ‘fabrica’ el cielo aquí, en la tierra, haciendo el bien, es Dios mismo haciendo el cielo en la tierra a través de ese hombre. El hombre que ama de modo concreto, a conocidos y a desconocidos, sin esperar nada a cambio, es Dios mismo haciendo el cielo en la tierra a través de esa persona. El hombre que tiene alegría y la contagia a los demás, es Dios mismo haciendo el cielo en la tierra a través de esa persona.
Sí, Dios y el cielo no son realidades para después de nuestra muerte. Son para ahora y para aquí. Por eso se puede decir que el cielo es Dios y que Dios es el cielo, puesto que, quien está en Dios, está en el cielo y, quien está en el cielo, está en Dios. Sí, a Dios se le puede gustar y palpar aquí y ahora, y al cielo también.
Sin embargo, el cielo y Dios mismo, mientras vivimos en esta carne, aún no están plenamente en nosotros. Para que estén plenamente en nosotros y de modo perpetuo tenemos que morir físicamente y ser resucitados por su Hijo Jesucristo. Entonces sí que podremos gozar, junto con los demás hombres, de Dios, de su Vida Eterna y de su cielo por todos los siglos de los siglos. Así nos lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 1024: “Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ‘el cielo’. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha”.
Esta realidad era vivamente experimentada por los santos en su vida terrenal, pero sin llegar a poseerla plenamente. Por ello, ahora ya podremos entender un poco más aquella poesía bellísima, que se atribuye a Santa Teresa de Jesús y que reza así:
“Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero […]

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero […]

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero”
.


[1] “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es Bueno” (Mt. 19, 17), decía Jesús al joven rico.

jueves, 4 de julio de 2013

Domingo XIV del Tiempo Ordinario (C)



7-7-2013                                 DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (C)
                         Is. 66, 10-14a; Slm. 65; Gal. 6, 14-18; Lc. 10, 1-12.17-20

Homilía del Domingo XIV del Tiempo Ordinario (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:
            En estos días hay un revuelo muy considerable en la diócesis de Oviedo. Sí, dicho revuelo acontece en muchas parroquias, en bastantes sacerdotes que son removidos de las tareas pastorales que venían desarrollando hasta ahora y se les traslada a nuevos destinos, en muchos fieles que ven cómo se les arrebatan a estos sacerdotes para enviarlos a otros lugares, y en los periódicos de Asturias, que se hacen eco de todos estos movimientos. Se están produciendo heridas en algunos fieles y en algunos sacerdotes, y hay muchos comentarios por parte de unos y otros, que son fruto del dolor, del desconcierto y del enfado. Realmente he visto (y veo) hecha realidad en estos días aquella frase de la segunda lectura del domingo pasado en donde san Pablo decía a los gálatas: “Atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente”.
No es mi intención entrar a valorar en esta homilía todos estos hechos ni las intenciones de todos los que, de un modo u otro, estamos implicados en tales acontecimientos: arzobispo, sacerdotes, religiosos y seglares. Pero también es cierto que no se puede dejar pasar la ocasión para tratar de iluminar estos sucesos con la Palabra de Dios, la cual dará un sentido de fe a todo lo que está pasando y dará paz a nuestros espíritus y a nuestra querida y vapuleada Iglesia. En efecto, como ya decía san Pablo, "para los que aman a Dios, TODO les sirve para el bien" (Rm. 8, 28).
Además, con estas sencillas reflexiones quisiera ayudar, aunque sea sólo en una pequeñísima parte, a vivir con paz los hechos por los que estamos pasando. No es mi intención juzgar, ni para bien, ni para mal, las decisiones que se han tomado, pero sí siento la llamada de Dios a consolar a su Pueblo (“¡Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor” Is. 41, 1), un Pueblo que sufre y está desconcertado. Pues –repito- no quiero que nos suceda lo que san Pablo denunció ante los gálatas: "Atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente".      
En el evangelio de hoy Jesús nos da unas indicaciones preciosas para estos momentos que estamos viviendo. Personalmente quiero vivir, situarme ante Dios y ante los hermanos en la fe, y orar… de acuerdo con tales indicaciones:
            -“Designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante [...] Y les decía: ‘[...]  ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos’”. Tenemos que tener muy claro que es el Señor Jesús quien nos llama a evangelizar y quien nos envía ante todos los hombres y especialmente ante sus hermanos en la fe. Si no tenemos esta visión de fe, entonces todo se mirará y se verá desde una perspectiva humana, en el peor sentido de la palabra.
Pero, ¿no es acaso cierto que el obispo pueda equivocarse (en el fondo y/o en la forma) al tomar alguna de sus decisiones? Pues, ¡claro que sí! Pero también es cierto que Dios puede usar esa decisión equivocada para que Su Voluntad sea realizada y para que el evangelio de Jesucristo se siga expandiendo. A mí siempre me llamó mucho la atención el enfrentamiento que tuvieron dos santos entre sí (sí, dos santos se enfrentaron por un tercero). San Bernabé y san Pablo se enfrentaron por causa de san Marcos, sobrino del primero, y, gracias a ello, cada uno se fue por su lado y ello sirvió para que predicaran en distintos lugares y el evangelio se conociera más rápido en el imperio romano (Hch. 15, 36-41).
            - “Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’”. La principal señal de la presencia de Dios en una persona y en una comunidad de fieles es la paz. Esta paz no es el fruto de la tranquilidad, o de que todo va bien, o de que no hay problemas. NO. Esta paz es únicamente fruto de Dios. Y Dios la puede dar y regalar cuando las cosas van bien o cuando las cosas van mal, cuando hay problemas o cuando no los hay... Como digo muchas veces, la fe es un don de Dios: sólo Él nos la puede dar y sólo Él nos la puede quitar (no nos puede quitar la fe ni el cura de la parroquia, ni el obispo de la diócesis, ni Rouco...). Pues con la paz sucede lo mismo: si sólo es Dios quien la puede dar y regalar, no podemos permitir que las personas que nos rodean ni los acontecimientos que nos suceden nos la arrebaten. Además, sólo podemos transmitir paz a los demás, si la poseemos nosotros y a eso hemos sido llamados por Jesús en este evangelio: "Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’".
            - “Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Él les contestó: [...] ‘No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’”. Lo mismo que acabo de decir de la paz se ha de afirmar de la alegría. Ésta es un regalo de Dios y signo de su presencia entre nosotros. Cuando falta esta alegría, que no se funda en triunfos meramente humanos, sino en la esperanza que todos hemos de tener en Dios, entonces es que algo falla.
Todo esto que acabo de decir no significa que un cristiano no sufra, o que le tiene que dar lo mismo 'ocho que ochenta', o que no pueda protestar y luchar por lo que considere justo. Pues, ¡claro que no! Pero un cristiano no puede permitir que les sean arrebatadas la paz y la alegría que Dios mismo le ha regalado, ni puede andar 'mordiendo' a los otros, como si fuera un pagano o un hombre si fe.