miércoles, 24 de febrero de 2016

Domingo III de Cuaresma (C)



28-2-2016                               DOMINGO III CUARESMA (C)


            En este tercer domingo de Cuaresma me gustaría comentar el Salmo 102 que acabamos de escuchar. Los salmos de la Biblia pertenecen a las joyas de la literatura universal. En ellos se expresan los más nobles sentimientos de los hombres: sus ilusiones, sus temores, sus debilidades, su confianza… Con los salmos han llorado, reído y se han alegrado millones y millones de hombres de todas las razas, de todos los tiempos, de todas las creencias. Con los salmos ha orado Jesús y se ha comunicado con su ‘Papá’ Dios. Por todo esto y por mucho más, es conveniente que nosotros, los cristianos de este tiempo, también oremos y reflexionemos sobre los salmos. Como os decía, en el día de hoy quiero hacerlo sobre este Salmo 102. Vamos allá.
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
            Así empieza este salmo. Con estas palabras se invita el salmista a sí mismo a alabar a Dios. Hay dos expresiones muy ricas referidas al hombre que aparecen claramente en este texto: “alma” y “todo mi ser”.
- El “alma” sería el núcleo de todo ser humano. En el alma está la conciencia o lugar en el que Dios nos habla, y también la realidad que nos avisa de lo que está bien y está mal; en el alma es en donde están los sentimientos más nobles, como el cariño, la ternura, la piedad, la compasión, la necesidad de Dios… Con ello el salmista indica que, al dirigirse a Dios, hay que hacerlo con el alma y desde el alma, es decir, desde lo más profundo del ser humano, que no se ve ni se toca. Fijaros, por favor, en otra cosa de no menos importancia. El salmista dice “alma mía”. Es un recurso literario, como si dentro del salmista hubiera dos entes o seres, y uno hablara al otro, uno invitara al otro. El salmista invita a su alma a dirigirse a Dios y lo hace de un modo apremiante, pero a la vez cariñoso: “Bendice, alma mía, al Señor”.
- Asimismo el salmista se dirige a Dios con “todo mi ser”, o sea, no sólo con una parte de él, sino con todas las partes de su persona: las corporales (brazos, piernas, rostro, labios, garganta…), las mentales (recuerdos, sabiduría humana, experiencias, razón…), y las espirituales, que ya expliqué al hablar del alma. En varias ocasiones he comprobado cómo en los funerales, al predicar la homilía o al manifestar las peticiones, si hago mención a alguna cualidad del difunto o de algún hecho de su vida, los familiares y algunas otras personas se conmueven y lloran. ¿Por qué? Pues porque con mis palabras he debido tocar su ‘alma’, es decir, lo más íntimo de su ser, se han removido sentimientos, recuerdos y experiencias y todo ello repercute en ‘todo su ser’: con lágrimas, suspiros, estremecimientos de hombros y de todo el cuerpo…
            Por estas razones, el salmista nos invita a alabar a Dios, a bendecirlo, a orar a Dios, a comunicarnos con Él, pero no sólo con la cabeza o de modo distraído, sino con toda nuestra ‘alma’ y con ‘todo nuestro ser’.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
            Repite el salmista nuevamente la invitación de bendecir y alabar a Dios con lo más íntimo de nuestra persona, con nuestra alma. Pero en esta ocasión añade un elemento nuevo: no olvidar los beneficios que Dios le ha dado. Sin embargo, aquí no se quiere hacer referencia simplemente a que se ejercite la memoria sobre el pasado. No. ¡Esto es muy pobre! ‘No olvidar’ aquí es una invitación que se hace el salmista a sí mismo para que haga memoria activa y reviva en su ser todos los dones que Dios le ha dado a lo largo de su existencia. El salmista quiere volver a sentir el amor de Dios, el cuidado de Dios, cómo Dios lo ha creado y cuidado siempre, cómo le ha dado salud, familia, alimento, ropa, inteligencia, habilidades, amistades… También quiere que reviva y experimente de nuevo hechos y momentos en los que sintió vibrar en él la fe, el perdón, la luz de las cosas de Dios. Cada uno de nosotros tenemos o hemos de tener siempre presentes esos “beneficios” de Dios: yo recuerdo la primera vez que Dios se me presentó de modo sensible a los 19 años, mis largas horas de oración ante distintos sagrarios por varios países, las experiencias de salvación y de encuentro de Dios que viví con otras personas y de las que fui testigo, mis caídas y la misericordia de Dios…
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
Él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura.
            - El salmista ahora nos escribe todos los “beneficios” que él ha recibido de Dios, y los reseña en general. Dios a él le ha perdonado todas sus culpas, todos sus pecados. El término que usa el salmista es ‘avón’, que indica todas las posibilidades del pecado, bien contra Dios, bien contra los hombres, bien contra uno mismo. El salmista tiene experiencia de que Dios le ha perdonado todos y cada uno de sus pecados. Los ha ido repasando uno a uno, y ha comprobado cómo Dios le ha perdonado uno a uno.
            - Igualmente el salmista recuerda las enfermedades que ha tenido y cómo Dios le ha ido sanando de ellas, le ha ido dando fuerzas y ánimo para sobrellevarlas, le ha preservado de otras enfermedades y accidentes. Sí, Dios nos cura de estos tres modos: dándonos salud cuando estamos enfermos, dándonos ánimo para sobrellevar las enfermedades e impidiendo que tengamos otras. ¿Por qué? No lo sabemos. Lo sabe Él y eso basta al salmista y debe bastar a todo creyente. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt. 6, 10), “no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Lc. 22, 42), “sí, Padre, así lo has querido (o así te ha parecido mejor)” (Mt. 11, 26). O nos fiamos de Dios o no nos fiamos de Él.
            - Del mismo modo, el salmista evoca y vuelve a experimentar en su ser otro “beneficio” de Dios: Él lo ha salvado de la muerte en varias ocasiones (enfermedades, posibles accidentes mortales, acontecimientos que lo hubiera llevado a la muerte o al desastre [lo guardó de vicios, de amistades peligrosas…]). Pero es que, además, nosotros los cristianos sabemos que Dios, a través de la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo, nos salva de la desaparición eterna, porque, tras nuestra muerte, vamos a resucitar a una Vida Nueva, que no se acabará nunca y que será sin comparación muchísimo mejor que ésta.
            - Y lo más importante de todo, el mejor de los “beneficios”: Dios llenó y llena al salmista de gracia, de ternura, de amor, de presencia de Dios, de cuidados, de mimos, de abrazos, de besos, de fidelidad, de paciencia, de compasión, de libertad… De todo lo bueno y en grado superlativo Dios llena al salmista…, y a todos nosotros.
            Sí, en el salmista estamos representados todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Por eso, decía al inicio de esta homilía que los salmos manifiestan los sentimientos y las experiencias de todos los hombres con Dios, y nos sentimos perfectamente identificados con sus palabras. En una ocasión con un salmo y en otra ocasión con otro salmo. Pero siempre hay alguno que nos viene de perillas para el momento que estamos viviendo. Os animo a leerlos y saborearlos en muchas ocasiones.
            Termino con las palabras que hemos repetido al inicio del salmo 102, en cada estrofa y al final. Que estas palabras resuman hoy todo lo que vivimos o hemos de vivir:
El Señor es compasivo y misericordioso.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Domingo II de Cuaresma (C)




21-2-2016                              DOMINGO II CUARESMA (C)
            En este segundo domingo de Cuaresma quiero, como otras Cuaresmas, exponer un examen de conciencia.
            No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.
            ¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
            ¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo ‘poco’ que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…)?
            ¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, desca­lificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
            ¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conver­sa­ción o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defec­tos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el ‘tonillo’ con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia Él crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
            ¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y ‘alegremente’ lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
            ¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (‘cada día te pareces más a tu madre…’, ‘cállate, gorda…’); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
            ¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si Él era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, Él dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
            ¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? Él impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso ‘salta’ con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
            ¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
            ¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi ‘agenda’ de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportuni­dad se las ‘restriego’ en la cara o suelto mi ‘veneno’ ante otras personas?
            ¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
            ¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.
            ¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: ‘perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe’. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.
            ¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
            ¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limos­nas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo. También robo si no dedico el tiempo y las cualidades que Dios me da en el servicio de los demás; o cuando le robo su gloria y me apropio de lo que es de Él: “No se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el rico en su riqueza, ni el soldado en su fuerza. El que se gloríe que se gloríe en el Señor” (Jr. 9, 22-23).
            ¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
            ¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revis­tas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
            ¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despo­trico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hablo de mí mismo (mal o bien) con frecuencia, me pregunten o no? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
            ¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancia­nos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
            ¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con Él? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
            ¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
            ¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
            ¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
            Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.