1-5-2016 DOMINGO VI DE PASCUA (C)
Estamos
en el sexto domingo de Pascua. Faltan sólo 15 días para terminar la Pascua, es
decir, la fiesta que celebramos los cristianos por la resurrección de Cristo.
En
el evangelio de hoy Jesucristo nos dice: “La
paz os dejo, mi paz os doy”. Pero, ¿qué es la paz? Humanamente hablando se puede decir que la paz puede ser definida en un
sentido positivo y en un sentido negativo. En sentido positivo, la paz es un estado de
tranquilidad y quietud; en cambio, en sentido negativo, la paz es la ausencia de guerra o
violencia. Pero no nos conformamos con lo que se nos dice
de la paz a nivel humano. Queremos saber qué es la paz a nivel de la fe: desde
el evangelio y desde la doctrina de la Iglesia.
- Vamos en primer lugar a
hablar sobre la paz exterior y en las
relaciones entre los hombres. Como nos dice el Concilio Vaticano II, “la paz no es la mera
ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas
adversarias, ni surge de una hegemonía despótica” (GS 78a). Para el Concilio la paz es “obra de la justicia” (GS
78a). Pero sobre todo “la
paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la
justicia puede realizar” (GS 78b).
Por lo tanto, para los cristianos no puede haber paz sólo cuando no hay guerras
o cuando no hay violencia. Desde ese punto de vista podríamos decir que en
España estamos en paz, o también en Asturias y en Tapia de Casariego. Pero no
nos basta con esto. Sólo puede haber verdaderamente paz en España, en Asturias,
en Tapia de Casariego (también en el resto del mundo) cuando exista justicia
para todos y haya amor entre nosotros. En caso contrario, la paz que tenemos es
claramente imperfecta.
Desde esta perspectiva la paz exterior ha de ser construida por los
hombres. Sí, cuando procuramos
suprimir toda agresividad o violencia en los actos, cuando procuramos suprimir
la violencia verbal, cuando procuramos suprimir todos los robos y engaños…, no
cabe duda de que estamos construyendo la paz. Además, construimos la paz cuando
respetamos y fomentamos los derechos de todos los hombres, los de lejos y los
de cerca. ¿Qué derechos? Vamos a tomarlos de la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII (1963), concretamente de los números
11-13 de este documento: “11…el
alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y,
finalmente, los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado.
De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad
personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último,
cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios
necesarios para su sustento. 12. El hombre exige, además, por derecho natural
el debido respeto a su persona, la buena reputación social, la posibilidad de
buscar la verdad libremente y, dentro de los límites del orden moral y del bien
común, manifestar y difundir sus opiniones y ejercer una profesión cualquiera,
y, finalmente, disponer de una información objetiva de los sucesos públicos.
13. También es un derecho natural del hombre el acceso a los bienes de la
cultura. Por ello, es igualmente necesario que reciba una instrucción
fundamental común y una formación técnica o profesional de acuerdo con el
progreso de la cultura en su propio país. Con este fin hay que esforzarse para
que los ciudadanos puedan subir, sí su capacidad intelectual lo permite, a los
más altos grados de los estudios, de tal forma que, dentro de lo posible,
alcancen en la sociedad los cargos y responsabilidades adecuados a su talento y
a la experiencia que hayan adquirido”.
- Pero también Jesús quiere darnos la paz interior. Esta paz no la tenemos
por tres motivos principalmente: por miedo, por culpa y por el
sentimiento de no sentirse amado.
Es
Jesús quien puede darnos realmente esta paz interior. Es Jesús quien nos quita verdaderamente el miedo. Nos lo dice en el
evangelio de hoy: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. Igualmente nos lo dice en
otros momentos de su vida: “Que no tiemble vuestro corazón” (Jn. 14, 1).
Es Jesús quien nos quita la culpa mediante el perdón
de nuestros pecados. Al morir en la cruz, Jesús asumió todos nuestros
pecados y culpas: las del pasado, las del presente y las del futuro, las de los
hombres de todos los tiempos y lugares.
Es Jesús quien nos quita el sentimiento de no
sentirnos amados. Ya en el evangelio del domingo pasado nos lo decía
claramente cuando nos dio el mandamiento nuevo: “que os améis unos a
otros; como yo os he amado” (Jn. 13, 34). Jesús nos ama, tanto
directamente como a través de otras personas. Veamos un ejemplo de esto último
con la
siguiente historia: Un misionero atendía a unos leprosos en una isla del
Pacífico. Y le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera
alguien que hubiera conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían
sonreír y que se iluminaban con un ‘gracias’ cuando le ofrecían algo. Entre
tantos cadáveres ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando el
misionero preguntó qué era lo que mantenía a ese leproso tan unido a la vida,
alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vio que, apenas
amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería se sentaba
enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba
hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos
un rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el
hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía también. Luego el rostro de la mujer
desaparecía y el hombre, iluminado, tenía un alimento para seguir soportando
una nueva jornada y para esperar que al día siguiente regresara el rostro
sonriente. Era –después le explicaría el leproso al misionero- su mujer. Cuando
le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió
hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole
su amor.
En
conclusión: cuando nos sentimos amados,
la paz inunda nuestro corazón. Cuando nos sentimos perdonados, la paz llena
nuestro ser. Cuando Dios nos quita el miedo a los complejos, a nosotros mismos,
a los demás, al futuro, a la muerte…, la paz desborda nuestro espíritu. Por
todo ello, vamos a terminar esta homilía con las mismas palabras de Jesús y le
pedimos que se hagan realidad en nosotros:
“La paz os dejo, mi paz os
doy”. ¡Que así sea!